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Imagen por: José M Castillo Hidalgo |
San Pedro Sula, 24 de octubre de 2010
Sr. José Miguel Insulza, Secretario General de la OEA
Estimado Sr. Inzulsa:
Le escribo en la ocasión de renovarle mi atento saludo.
El año pasado, el ex presidente de Honduras Manuel Zelaya Rosales intentó realizar una consulta al pueblo de manera ilegal. El señor Zelaya argumentaba que el pueblo tenía el derecho de decidir si deseaba una asamblea general constituyente con el fin de reformar la constitución. Una gran proporción de la población creyó –a mi parecer acertadamente- que el objetivo del entonces presidente era reformar los artículos pétreos que le permitirían reelegirse como presidente emulando a su aliado Hugo Rafael Chávez Frías. Verá, señor Insulza; tal vez usted nos juzgue tomando como modelo su país Chile, un modelo de desarrollo en América Latina. Créame cuando le digo que Honduras es diferente.
En Honduras no deseamos la reelección de los presidentes, no por egoísmo, o porque nuestros ex presidentes hayan hecho pésimas y absolutamente catastróficas actuaciones -aunque sin duda algunos han exhibido conductas reprochables-, sino porque con cada nueva elección presidencial la esperanza retorna al pueblo. La esperanza de que algún día llegue a la presidencia aquél que pueda poner fin a nuestra chueca y retorcida sociedad; aquel que pueda poner al fin orden en los asuntos públicos. Que combata con mano firme la corrupción y que al mismo tiempo impulse la educación, la salud y la ciencia.
Le aseguro Señor Insulza, que de llegar algún día un presidente así, no necesitará de cuartas urnas o de consultas ilegales. El mismo pueblo lo llevará en hombros a la casa presidencial. Pero si en algo debo darle crédito al ex presidente Zelaya y a la resistencia, es que tenían toda la razón del mundo. En Honduras sí existe algo parecido a una oligarquía, que no solamente ostenta el poder económico sino también el político y el mediático, que hace lo que quiere y cuando le viene en gana, y que mueve los hilos del gobierno “a discreción,” a su propia conveniencia económica sin importar el daño que ocasione a la sociedad.
Una oligarquía para la cual no existe nada parecido a lo que se denomina “responsabilidad social.” Que ve con indolencia suprema los desmanes, excesos, abusos y apatía de los gobernantes mientras estos bailen al son de la música que les tocan.
Tal vez no me ha entendido bien, señor Insulza. Estamos hablando de un pueblo históricamente abatido por el hambre y la miseria, en el que muchísimas familias viven con menos de 100 dólares mensuales, y al que la crisis económica actual no ha golpeado tanto, no porque tenga una economía sólida, sino porque está tan acostumbrado a vivir en una permanente recesión, que un poco más apenas se siente.
Hablamos de una sociedad abusada desde muchos puntos de vista; que raras veces observa sus aportaciones en forma de impuestos convertirse en obras al servicio de todos debido a que se despilfarra en la vida sibarita de los gobernantes y de los miles de paracaidistas que forman parte de la burocracia. Porque Honduras es un país en el que el gobierno es el mayor empleador, y los gobernantes lejos de considerar disminuir el aparataje burocrático, lo expanden creando nuevos ministerios y dependencias parásitas que chupan, cual sanguijuela, la sangre de nuestras finanzas. Hablamos de un lugar en el que los políticos utilizan como slogan a los pobres, no para ayudarles a salir de esa pobreza sino para mantenerlos en ella y así, de esa forma, no perder el slogan.
En mi país, señor Insulza, son tantos los alimentos que escapan a un adecuado control, que los médicos no sabemos en realidad qué recomendarles a nuestros pacientes. Son tantos y tan desconocidos los carcinógenos en nuestras comidas que es virtualmente imposible siquiera intentar diseñar un estudio para determinar las causas ambientales de, para el caso, el cáncer de mama.
Hablamos de un país sin salud pública efectiva ni medicina especializada para el pobre. Aquel en el que el promedio de los hombres a los que se les diagnostica cáncer de próstata deben resignarse a morir después de esperar largos años en fila para una eventual cirugía -que nunca llega- en un hospital público. Donde estos mismos hospitales no cuentan con una ampolla de analgésico para un paciente recién operado que tiene que sufrir estoicamente los terribles dolores postoperatorios.
Un país en donde el infarto cardíaco es sinónimo de una muerte segura para más del 99% de los que lo sufren; donde las carretas tiradas por caballo ya casi igualan en número a los vehículos automotores; donde existe la más absoluta impunidad a los delitos de cuello blanco, excepto si el funcionario afecta los interés de “más arriba”; donde ningún funcionario público se mueve si no se le ofrece una “mordida,” donde la corrupción pública y privada es la norma y no la excepción; donde aquellos quiebrabancos que han dejado en la ruina a cientos o quizá miles de familias hondureñas honradas aparecen a diario en las revistas de sociedad como los magnánimos y excelsos señores que son; donde es más probable morir asesinado por algún malandrín al que le gustó su celular que de alguna enfermedad; donde el ciudadano común ve como se le pasa la vida sin la más mínima esperanza de prosperar; donde ese mismo ciudadano regresa deportado de Estados Unidos y lo da todo para intentarlo una vez más, y una vez más, y una vez más, y una vez más, con tal de mantener la ilusión de un futuro en el que su pesadilla eterna sea substituida por el sueño americano.
Muchos comprendemos que Manuel Zelaya Rosales algo o tal vez mucha razón tenía, y que los delitos de corrupción que se le imputan, aunque reales, son solo una sombra de los escandalosos desfalcos de los que los hondureños hemos sido testigos en otras administraciones. Enormes, o más bien monstruosos desvíos de los dineros del pueblo para los que el castigo ha sido desplazado por un absoluto y sepulcral silencio, porque aquí el “olvido” se compra a diario.
En fin, espero que haya captado correctamente el mensaje, porque Honduras no es ni siquiera la sombra de su país Chile. Le aseguro que aquí, en una situación similar a la acontecida en Chile recientemente, en lugar de rescatar a los mineros se les hubiera terminado de sepultar para que así no quedara rastro de la negligencia. Sin embargo lo llamativo, lo que realmente llama la atención, es que a pesar de eso, a pesar de la pobreza, la inseguridad, la corrupción, la ausencia de servicios de salud y educación y el resto de miserias que aquejan a nuestra tierra, la mayoría de los Hondureños no reprobamos del todo la destitución del ex presidente.
Porque aun hay muchos hondureños dignos, y si hay algo que nos enciende los ánimos es que un extranjero nos insulte en nuestro propio territorio. Porque los hondureños vimos en Manuel Zelaya Rosales un “espejo” de Hugo Chávez; presentimos que el camino que tomaría Honduras sería semejante al de la Venezuela actual en donde existe un hombre que se autoproclama unificador y redentor de las Américas, cuando sus actos más bien corresponden a los de un psuedodictador enamorado del poder. Y fue entonces que nos invadió el pánico. Un pánico derivado de hechos reales, pero con una gran dosis de fantasía alimentada por los medios de comunicación tradicional. Nos invadió el pánico de no poder, quizá por mucho tiempo, optar por esa dosis de esperanza renovadora que se encarna en forma de elecciones libres y que nos permite decir: tal vez esta vez sí. Tal vez esta vez…
¿Y usted que hizo, señor Insulza? Llegó a Honduras, permaneció por tres días, y sin más miramientos, o como decimos en Honduras, sin “tocarse los hígados,” regresó a la OEA e indujo a los representantes del concierto de países miembros a que castigasen a este pueblo con el desdén, con el olvido, con la ley del hielo, con el destierro. A este país, acostumbrado a vivir de la dádiva de los otros, lo condenó al aislamiento. Con ello castigaba duramente a la gente de este rinconcito del mundo sin siquiera comprenderla, porque usted no es de por aquí ni nos conoce, señor Insulza, para hacer las veces de dios y venir a castigarnos, y más aun cuando su castigo no dañó a las personas responsables de la destitución de Zelaya, sino a los estratos más pobres de nuestro país.
Pero usted no es Dios, señor Insulza.
Solo un hombre que fue golpeado y no pierde la oportunidad de la revancha, de venganza simbólica contra alguien que también jugó en su tiempo el papel de un dios redentor, y que en el proceso de “arreglar” a Chile y librarlo de las garras del comunismo arruinó muchas vidas.
Por eso, lo perdono por el daño infligido a mi pueblo. Porque creo que mientras recorría las calles de Tegucigalpa para dar su veredicto, bombardeaban su mente los destellos y sonidos y el racataca de metralla de aquel fatídico día, casualmente 11 de septiembre, cuando las Fuerzas Armadas y de Carabineros dirigidas por el General Augusto Pinochet daban el tiro de gracia al gobierno y a la misma humanidad de su amigo Salvador Allende. ¡Y vea que caminos más extraños y retorcidos los del destino! En su cerebro se confundieron los nombres Pinochet y Micheleti, ¿o sería Pinocheti y Michelet? Y en esa confusa maraña de ideas, usted vio en “el golpe de estado en Honduras” el peor de los pecados.
Pero no se preocupe señor Insulza. Los hondureños olvidamos pronto. Ya nos tienen acostumbrados nuestros propios políticos.
Me suscribo de usted no sin antes renovarle las muestras de mi más alta consideración y estima...
Edwin Francisco Herrera Paz
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