viernes, 11 de octubre de 2013

HAY COSAS QUE EL DINERO NO PUEDE COMPRAR. PARA TODO LO DEMÁS ESTÁ..... LA CACHURECA

Presentarse a algún puesto a reclamar el bono diez mil: 100 pesos de taxi.



Asistir a una brigada médica a que le den a uno una receta con la foto de JOH: 15 pesos del bus.














Levantarse temprano para reclamar una bolsa de cemento: Alquilarle la carreta al vecino por 5 pesos.

Que le regalen a uno una maquinita para echar tortillas: 150 pesos para el delantal azul.

Ir a las elecciones el 24 de noviembre y votar por quien a uno le ronque la gana: No tiene precio.

Hay cosas que el dinero no puede comprar. Para todo lo demás está: La Cachureca. 

jueves, 10 de octubre de 2013

SUPERORGANISMO UNIVERSAL. PARTE 1: Trazando la ruta hacia la complejidad

Parte 1. Trazando la ruta hacia la complejidad

Por: Edwin Francisco Herrera Paz
Leer sección anterior: Introducción

“Si nuestros cerebros fuesen lo suficientemente simples para entenderlos, seríamos tan simples que no podríamos.”
—Ian Stewart

 “El nitrógeno en nuestro ADN, el calcio en nuestros dientes, el hierro en nuestra sangre, el carbono en nuestros pasteles de manzana fueron hechos en el interior de estrellas colapsando. Estamos hechos de ‘cosa’ de estrellas”.
—Carl Sagan


En esta sección repetiré la palabra relaciones (o sus derivados y sinónimos) muchas veces con el fin hacer hincapié en su importancia en la formación de un mundo cada vez más complejo.

Todo lo animado e inanimado en nuestro universo está construido en su mayoría por esos puentes invisibles llamados relaciones. Esta no es una afirmación retórica, motivacional o metafórica. Es real. Todo lo que hay y podemos (y tal vez lo que no podemos) percibir está construido de relaciones. Por otra parte, como hemos dicho anteriormente acerca de los sistemas complejos, el universo también está construido en niveles o capas.

En nuestro universo existen dos tendencias que aparentemente apuntan en direcciones opuestas. Una señala hacia la destrucción; la otra, hacia la construcción de complejidad. La primera está representada por una cantidad física llamada entropía. La segunda, por las tres fuerzas que gobiernan la materia en todos los niveles. Estas tres fuerzas solían ser consideradas como cuatro, e incluso hoy en día se enumeran a menudo como la fuerza fuerte, la fuerza gravitacional, la fuerza débil y la fuerza electromagnética. Sin embargo, las fuerzas débil y electromagnética han sido unificadas por los físicos en el llamado modelo electrodébil (Ribarik y Sustersic, 1985). La entropía puede ser rápida y explosiva en el proceso de desorganización, mientras las tres fuerzas construyen y organizan la materia lenta, pero paciente y tenazmente. Aunque ambas tendencias son necesarias para el origen y mantenimiento de la vida, voy a referirme inicialmente a las tres fuerzas y cómo han actuado y continúan actuando para formar estructuras complejas, que van desde átomos y moléculas hasta los más sofisticados sistemas sociales.

Antes del origen de nuestro universo no había nada. El tipo de “nada” a la que me refiero aquí no es el que vemos en nuestras vidas cotidianas. A menudo decimos que nuestros gobiernos son “buenos para nada”, o que “no hay nada” en el espacio que separa las estrellas. Pero si se mira cuidadosamente, veremos que siempre hay algo en estos “nadas”. Los gobiernos hacen “algo” bueno de vez en cuando, y sin duda existe una tela invisible de la cual está hecho el espacio-tiempo, incluso en el caso del espacio interestelar considerado como muy vacío. Pero en la “nada” del vacío primordial no había espacio, ni tiempo, ni Nada.

El momento de la creación es conocido entre los cosmólogos como el "Big Bang". Existe controversia con respecto a este singular evento. Se puede trazar ese momento hace aproximadamente 13.7 mil millones de años, cuando toda la materia y la energía se encontraban condensadas ​​en un punto adimensional y de densidad infinita. Las tres fuerzas no eran tres, sino una sola llamada “superfuerza”. La mayoría de los eventos que determinaron cómo sería nuestro universo ocurrieron durante el primer segundo existencia. El punto de densidad infinita comenzó súbitamente a expandirse, y a medida que avanzaba la explosión su expansión se aceleraba (la llamada “Teoría del Universo Inflacionario” Goncharov y col, 1987; Gold y Albrecht, 2003). Con la expansión, la enorme temperatura inicial comenzó a caer muy rápidamente.

Antes de que finalizara el primer segundo la energía del universo temprano comenzó a condensarse en masa debido al rápido enfriamiento, formando un plasma o sopa compuesto por una variedad de partículas elementales que se agruparon en dos tipos básicos: fermiones y bosones. Pronto, los fermiones llamados quarks se relacionaron en grupos de tres para formar partículas más grandes: los protones cargados positivamente, y los neutrones, eléctricamente neutros (Figuras 1 y 2) (Kurki-Suonio y col, 1990).


Figura 1. Un quark “arriba” se relacionaría con dos quarks “abajo” para formar un neutrón.


Figura 2. Dos quarks “arriba” se relacionarían con un quark “abajo” para formar un protón.

Después del primer segundo la superfuerza se dividió en las tres fuerzas fundamentales. Cada una estaba destinada a dominar diferentes escalas espaciales. Justo después de los tres minutos de existencia, la fuerza nuclear fuerte, la cual actúa únicamente a una distancia diminuta, comenzó a relacionar protones entre sí y a los protones con los neutrones, juntándolos  para formar núcleos atómicos sencillos en un proceso llamado “fusión nuclear”. La unión de un protón con un neutrón formó los núcleos de deuterio, mientras que la unión de dos protones y dos neutrones originó núcleos atómicos de helio. Muchos protones (la mayor parte de ellos) se quedaron solos, sin relacionarse, para formar los núcleos de hidrógeno, el más simple y abundante de todos los elementos (Fields y Olive, 2006).

Alrededor del minuto 23 después del instante de la creación cesó la formación de núcleos atómicos debido al enfriamiento resultante de la expansión. La mayor parte de la materia estaba compuesta de núcleos de hidrógeno, seguido de una cantidad considerable de helio y trazas de elementos más pesados. La temperatura era aun demasiado alta para permitir la formación de átomos. Para su formación, los núcleos positivos tendrían que relacionarse con los fermiones negativos llamados electrones. Estas relaciones serían posibles gracias a la acción de la fuerza electrodébil (para ser más precisos, del componente electromagnético de la fuerza débil).

Trescientos setenta y siete mil (377,000) años desde el instante de la creación debieron transcurrir antes de que el enfriamiento fuera suficiente para que la fuerza electrodébil comenzara a construir átomos. Durante ese tiempo, los bosones que llamamos fotones (que forman la luz y la radiación electromagnética en general) no podían circular libremente debido a la alta densidad del universo. Fueron aquellos tiempos de completa oscuridad, pero alrededor del cumpleaños número 377,000 de nuestro universo la temperatura habían disminuido lo suficiente como para permitir que los núcleos atrajeran y mantuvieran atrapados a los electrones (Figura 3). El confinamiento de los electrones a sus lugares alrededor de los núcleos, formando de ese modo los átomos eléctricamente neutros, hizo que el universo se tornara transparente lo que permitió que los fotones (o partículas de luz) pudieran viajar libremente en el espacio (proceso llamado por los cosmólogos “desacoplamiento”; Hinshaw y col, 2009; Wall, 2012).

Figura 3. El descenso de la temperatura en el universo en expansión permitió que los protones, de carga positiva, se relacionaran con los electrones, de carga negativa, mediante la fuerza electromagnética formando los átomos de hidrógeno.

¡Y se hizo la luz! Sin embargo, debo aclarar que aquella luz inicial no emanaba de ningún punto en particular, sino más bien llenaba cada espacio del universo expandiéndose junto con él. Era la huella de los instantes iniciales del universo. En 1978 Arno Allan Penzías y Robert Woodrow Wilson ganaron el Premio Nobel de Física por el descubrimiento de la radiación cósmica de microondas, una radiación de fondo de 3 grados Kelvin que llena todos los rincones del universo; la firma del primer relámpago: el Big Bang (Penzias y Wilson, 1965).

Para el momento en que el universo se volvió transparente aun no existían estrellas ni galaxias, así que no había fuentes puntuales de la luz. Aun había oscuridad. Tuvo que transcurrir un tiempo considerablemente largo antes de que la acción de la tercera fuerza (la gravedad), la más débil de las tres pero capaz de actuar a través de enormes distancias, se hiciera tangible.

La gravedad comenzó a acercar y a relacionar los átomos para formar cúmulos de materia en forma de nubes de gas. Luego, fue aumentando progresivamente la densidad de dichas nubes, acercando los núcleos atómicos unos con otros, y con ello, aumentado su temperatura. Cuando los núcleos se encontraron lo suficientemente cerca para interactuar, la fuerza fuerte pudo entrar de nuevo en acción reactivando la fusión nuclear (Busso y col., 2010). Aproximadamente doscientos millones (200,000,000) de años después del origen de nuestro universo, con la energía liberada por la fusión nuclear, esas condensaciones de materia se encendieron formando la primera generación de estrellas (Bromm y col., 2009). Estas primeras lumbreras (y el universo en general) eran ricas en hidrógeno y helio, los elementos más sencillos. Poco a poco en el interior de las estrellas la fusión nuclear impulsada por la fuerza fuerte fue relacionando los núcleos atómicos para crear elementos progresivamente más pesados, ​​como el carbono, el nitrógeno y el oxígeno —en un proceso conocido como “nucleosíntesis estelar” —lo que sería crucial para la futura formación de organismos vivos (Figura 4).

Figura 4. Dentro de las estrellas, la fuerza fuerte hizo que los protones y neutrones se relacionaran entre sí formando elementos cada vez más pesados, como el helio, el litio, el Berilio, etc.

Pero la gravedad, además de atraer los átomos para dar origen a las primeras estrellas, actuó también a una escala mucho mayor acercando grandes grupos estelares originando las primeras galaxias. Luego de unos pocos miles de millones años la primera generación de estrellas fue muriendo. A medida que agotaban su combustible de hidrógeno y helio se fueron enfriando. Este enfriamiento permitió que la fuerza de gravedad continuara aumentando la densidad a tal punto que terminaban sus vidas en gigantescas explosiones conocidas como supernovas, dispersando sus contenidos y enriqueciendo el espacio interestelar con los nuevos elementos formados (Andouze y Silk, 1995). El proceso se repetiría. Una vez más la fuerza de gravedad condensaría el gas interestelar remanente de las explosiones de la primera generación de estrellas formando nuevas nubes, y a continuación, nuevas estrellas, muchas de las cuales ahora podían contener sistemas planetarios orbitándolas gracias a la diversidad de elementos creados durante la primera generación. Hace cerca de 4.6 mil millones de años, a medio camino entre el borde y el centro de una galaxia que ahora llamamos Vía Láctea, una de tales nubes se comenzó a condensar para dar lugar a nuestro sistema solar (Bouvier y Wadhwa, 2010).

La Tierra en pañales

Inicialmente, en el corazón de este sistema solar en ciernes se formaron varias condensaciones, pero sólo una de ellas sería lo suficientemente densa y grande como para que se activara la fusión nuclear en su interior. Nació nuestro Sol. Otras condensaciones formaron los grandes planetas exteriores: Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. El resto del gas formó cuerpos más pequeños que al igual que los grandes planetas comenzaron a girar en torno al Sol. La gravedad se ocupaba de mantener todos estos cuerpos en órbitas aleatorias alrededor de la estrella central haciéndolos colisionar y fusionándolos entre sí, lo que dio origen a los planetas interiores: Mercurio, Venus, Tierra y Marte (Figura 5) (Committee on Grand Research Questions in the Solid-Earth Sciences, National Research Council, 2008).
Figura 5. El origen de los planetas fue posible gracias a la existencia de elementos pesados, construidos en el interior de la primera generación de estrellas. Los planetas se relacionarían con su estrella gracias a la fuerza de gravedad.

A continuación algo notable sucedería en los planetas. La temperatura de una estrella es extremadamente alta y esta condición impide que la fuerza electromagnética relacione diferentes átomos entre sí para formar moléculas (sin embargo, hay evidencia que apunta a una posible síntesis de moléculas orgánicas en algunos tipos de estrellas; Kwork, 2004). Por el contrario a las temperaturas relativamente bajas de los planetas los átomos individuales podrían interactuar entre sí para formar compuestos de diversos tipos. La fuerza electromagnética sería la controladora definitiva de la evolución hacia la complejidad en nuestro mundo. A partir de entonces, esta sería principalmente la fuerza que guiaría a la materia en su discurrir hacia la vida.

Las relaciones electromagnéticas entre átomos (llamadas “enlaces químicos”) serían de dos tipos básicos. En el primero, un átomo posee un electrón que puede “regalar” fácilmente. El electrón entonces es cedido a otro átomo al que le gusta tomar electrones, y de allí surge una relación perfecta. El átomo que cede el electrón queda cargado positivamente, y el que lo acepta termina con una carga negativa. Entonces, ambos átomos se juntan debido a sus cargas opuestas. A partir de este tipo de uniones surgieron los compuestos iónicos, tales como las sales, los ácidos y las bases. El más conocido de tales compuestos, así como el más ubicuo y esencial para la vida en la Tierra, es el cloruro de de sodio, o sal de mesa (Figura 6).

El segundo tipo de relación es más fuerte y estable. En esta los átomos, en lugar de regalar sus electrones, los comparten con otros átomos en lo que se denomina “enlace covalente”, que en general es mucho más fuerte que el iónico. Entre todos los elementos formados en la primera generación de estrellas uno resultó ser una verdadera maravilla de las "relaciones humanas" del mundo atómico: el Carbono. Un átomo de este elemento es capaz de compartir cuatro de sus electrones con otros. Uno de los compuestos más simples formados por el carbono es el gas metano, en el cual comparte sus cuatro electrones disponibles con cuatro átomos de hidrógeno. Pero un átomo de carbono puede formar enlaces covalentes con otro átomo de carbono, y este con un tercero y así sucesivamente, lo que facilita la construcción de grandes cadenas. La diversidad de tipos de cadenas así construidas es potencialmente infinita. Es esta enorme capacidad de los átomos de carbono de relacionarse con los demás formando moléculas complejas lo que demostraría ser crucial en la creación de ese nuevo fenómeno especial llamado vida (Figura 7) (Orgel, 1998).


Figura 6. A. El sodio tiene un electrón que quiere regalar. Al cloro le gusta que le regalen un electrón. B. Una vez que el electrón pasa al cloro, ambos átomos adquieren carga. C. La relación forma una molécula de cloruro de sodio, o sal de mesa.

Pero antes de la formación de los primeros compuestos de carbono en nuestra Tierra, apareció una sustancia con propiedades químicas en extremo interesantes. La disposición espacial particular de los átomos que conforman sus moléculas las hace tener polaridad eléctrica, lo que significa que las cargas positivas y negativas se distribuyen diferencialmente a lo largo de la ella. Estoy hablando del agua, o H2O. La disposición de dipolo eléctrico le permite al extremo negativo de la molécula atraer al extremo positivo de otra. Entonces, dos moléculas de agua están unidas entre sí por un enlace mucho más débil que el iónico, uno que los químicos han llamado “puente de hidrógeno”. A causa de los puentes de hidrógeno el agua líquida forma una malla o red de relaciones que le confiere la mayor parte de sus propiedades, tales como un punto de ebullición alto, la capacidad de absorber gran cantidad de calor antes de evaporarse y sin aumentar sustancialmente su temperatura, y su capacidad de disolver sustancias, entre otras. La mayoría del agua y el carbono de la Tierra podrían haber tenido sus orígenes en objetos procedentes del cinturón de asteroides (Committee on Grand Research Questions in the Solid-Earth Sciences, National Research Council, 2008).

Figura 7. Molécula de butano, formada por cuatro átomos de carbono enlazados entre sí y con átomos de hidrógeno (caritas oscuras). La capacidad del carbono de compartir cuatro electrones con otros fue una cualidad esencial para el surgimiento de la vida.

Después de su nacimiento la Tierra estaba aun muy caliente, aunque su temperatura era mucho más baja que la de la Sol. Su superficie estaba compuesta de un océano de material fundido donde aun no había agua en estado líquido. El enfriamiento gradual determinó la formación de una corteza de roca volcánica, seguido por la aparición de vapor de agua hace cerca de 4.4 mil millones (4,400,000,000) de años, cuando la Tierra tenía tan sólo alrededor de cien millones (100,000,000) de años de existencia (Wilde y col., 2001). La enorme cantidad de vapor de agua se mezcló con el dióxido de carbono liberado a partir de las rocas volcánicas causando la tormenta más severa en la historia del planeta. El agua precipitaba formando un único y enorme cuerpo. Llovió por varios millones de años, y de esa forma, hace unos cuatro mil millones (4,000,000,000) de años el 90% de la superficie de nuestro mundo se encontraba cubierta por agua líquida formando un enorme y vasto océano (Valley y col., 2002).


Quinientos millones (500,000,000) de años después del surgimiento del mundo acuático la intensa actividad volcánica en la superficie del planeta finalmente separó las aguas de las aguas, formándose los continentes y océanos. Es probable que la vida haya surgido en las profundidades de estos océanos tempranos, y a partir de ahí, se extendiera hacia la superficie. Pero los complejos compuestos del carbono tuvieron que aparecer antes de que la vida se pudiese desarrollar.

Las moléculas de Carbono interactuaban entre sí y con átomos de nitrógeno e hidrógeno en una variedad de configuraciones, formándose los compuestos necesarios para la vida tales como nucleótidos y aminoácidos. Los océanos prebióticos debieron estar plagados de una enorme variedad de tales moléculas, las que poco a poco aumentarían en complejidad. Los aminoácidos se comenzaron a enlazar unos con otros formando proteínas, y los nucleótidos formando largas moléculas de ARN y de ADN. Con el tiempo, la asociación de las proteínas con las cadenas de ARN debió originar grandes moléculas auto-replicantes, capaces de construir copias de sí mismas. Esta última característica sería esencial para la vida. En la actualidad, existe poco remanente de ese mundo molecular primigenio (casi todas las teorías modernas sobre los orígenes de la vida están basadas en las ideas de Alexander Oparin. Véase Oparin, 1952).

A partir de esta historia podemos ver claramente que las relaciones y la cooperación no son invenciones de la humanidad, sino fenómenos inherentes a la vida y al universo mismo. Varias estructuras, inicialmente solitarias, con el paso del tiempo se relacionan poco a poco con sus pares, lenta e imperceptiblemente, guiadas por las tres fuerzas de la naturaleza.

A través de este proceso se formaron estructuras especializadas de creciente complejidad, incluyendo enzimas y otras proteínas que proporcionaban forma y movimiento a los complejos moleculares. Las sofisticadas maquinarias moleculares continuaron ensamblándose y especializándose para trabajar de manera orquestada, hasta que surgieron las primeras células. Actualmente la célula es considera la unidad básica de la vida en nuestro planeta.

Los investigadores marcan el comienzo de la vida con la aparición de las primeras células sencillas hace unos 3.5 mil millones (3,500,000,000) de años; por lo tanto, se dice que antes de ese tiempo el mundo consistente de moléculas auto-replicantes era prebiótico (antes de la vida). La secuencia de eventos que llevaron a esas primeras células se desconoce en la actualidad, pero podemos asegurar que la vida celular se inició con el surgimiento de una envoltura de grasa y proteínas llamada membrana celular que protegía del ambiente externo a los componentes (Peretó y col., 2004). El surgimiento de esta barrera dio a los primeros organismos de naturaleza bacteriana, llamados procariotas, la capacidad de regular su ambiente interno.

El florecimiento de la vida bacteriana en los océanos debió ser espectacular y de una feroz competencia. La única manera de alimentarse era mediante la depredación de otras bacterias y de moléculas auto-replicantes. Es probable que no sólo la energía y los nutrientes se obtuvieran a partir de los alimentos, sino también la información genética en lo que se ha llamado Transferencia Genética Horizontal. Los fragmentos de información genética eran intercambiados libremente. Finalmente, el mundo molecular fue casi completamente absorbido por el mundo celular. La mayor parte de la información filogenética sobre las bacterias, los organismos unicelulares llamados arquea, los protistas (dentro de los cuales existen algunos parásitos unicelulares humanos), y los animales antes e inmediatamente después de su división en reinos aislados, fue suprimida por la intensa Transferencia Genética Horizontal. Eso hace muy difícil la reconstrucción precisa —o incluso aproximada— de la evolución de aquel mundo celular primigenio y las teorías que intentan hacerlo siguen siendo altamente especulativas (para conocer mejor la Transferencia Genética Horizontal lea Woese, 2002).

La energía para la replicación (producción de copias de un organismo) y otros procesos de la vida en presencia de una atmósfera reductora, desprovista de oxígeno y rica en dióxido de carbono, se conseguía exclusivamente por fermentación de las moléculas orgánicas incorporadas desde el exterior. Tiempo después, algunas células desarrollaron la capacidad de utilizar la luz del sol y el dióxido de carbono (CO2) para fabricar su propio alimento. Estas bacterias fotosintéticas, llamadas cianobacterias, comenzaron la utilización del CO2 de la atmósfera y a cambio producían oxígeno. Como resultado hace alrededor de 2.8 mil millones (2,800,000,000) de años se comenzó a liberar oxígeno hacia la atmósfera terrestre.

Uno más uno es más que dos

Las bacterias son organismos sencillos. Su ADN no cuenta con una envoltura nuclear y carece de unas organelas especializadas en la producción de energía llamadas mitocondrias.  Pero hace alrededor de 1.5 mil millones (1,500,000,000) años se llevaron a cabo una serie de relaciones sorprendentes. Ciertos tipos de bacterias resistentes al calor (llamadas arquibacterias sulfidogénicas) solían utilizar para su alimentación a unas pequeñas bacterias nadadoras, del género eubacteria. Con el tiempo (millones de años) depredador y presa se irían fusionando paulatinamente por simbiogénesis. La eubacteria se incorporó por completo en el organismo de la otrora su depredadora, formando finalmente un único organismo. Esta unión originó un nuevo tipo de célula llamada arquiprotista, una especie de eucariota amitocondriada (aun sin mitocondrias) rudimentaria, pero que ya poseía un núcleo celular bien definido.

Estas primeras células eucariotas así formadas eran sensibles al oxígeno atmosférico y la exposición a este gas las destruía. Entonces, el aumento paulatino de la concentración de oxígeno atmosférico producido por las bacterias fotosintéticas conduciría a una nueva relación. Algunas arquiprotistas incorporaron en su interior, a través de una segunda relación simbiótica, a pequeñas bacterias que ya habían descubierto una nueva tecnología: la utilización del oxígeno para el metabolismo de los alimentos y la producción de energía. La relación entre aquellas antiguas células móviles anaerobias (incapaces de utilizar oxígeno) y las eubacterias utilizadoras de oxígeno llegó a ser una de las más exitosas de todos los tiempos. Las mitocondrias —estructuras encargadas de la respiración celular— de los modernos organismos eucariotas, incluyéndonos a los seres humanos, son los descendientes de aquellas eubacterias. En la actualidad constituyen las plantas de energía de todas nuestras células para lo cual oxidan los alimentos liberando dióxido de carbono y agua. Esta relación le permitió al nuevo tipo de eucariota la utilización de oxígeno atmosférico, dándole una ventaja evolutiva (Figura 8) (Gray y col., 1999).

Figura 8. Origen de las células eucariotas por eventos endosimbióticos. A. Una arquea se alimentaba de una eubacteria. Con el paso de los millones de años la simbiosis entre ambos microorganismos originó un eucariota nucleado primitivo. B. En un segundo evento endosimbiótico, la relación del eucariota primitivo con una bacteria que utilizaba oxigeno originó la célula precursora de todos los eucariotas modernos. 1. Núcleo celular. 2. Mitocondrias.

En otro caso, las eucariotas no fotosintéticas se alimentaban de cianobacterias fotosintéticas. Con el tiempo ambas formaron una tercera relación simbiótica. Hoy en día los descendientes de aquellas cianobacterias se encuentran incorporados dentro de las células de las algas y las plantas verdes formando los cloroplastos, organelas encargadas de la fotosíntesis por medio de la proteína clorofila (Bhattacharya y col., 2004). La idea del surgimiento de las complejas células eucariotas modernas por una serie de relaciones simbióticas entre diferentes tipos de bacterias fue propuesta por primera vez por Lynn Margulis y se ha denominado “Teoría Endosimbiótica Serial”, o SET, por sus siglas en inglés (Sagan, 1967).

El surgimiento de las células eucariotas nos permite apreciar el poder de las relaciones en todo su esplendor. La capacidad de sobrevivencia y reproducción aumentó de manera drástica debido a la sinergia de los componentes. Los eucariotas unicelulares adquirieron muchas formas y dominaron la tierra durante cientos de millones de años. La intensa actividad fotosintética durante dos mil millones (2,000,000,000) de años, mediada primero por las cianobacterias fotosintéticas y a continuación por las eucariotas vegetales, aumentó poco a poco los niveles atmosféricos de oxígeno transformando lentamente nuestro planeta en un hermosa esfera azul (De Marais, 2000).

Las cantidades abundantes de oxígeno permitieron la proliferación de las eucariotas heterótrofas, es decir, aquellas que carecen de clorofila y son incapaces de fabricar su propio alimento por lo que necesitan cazar y alimentarse de otros seres vivos, utilizando por lo general el oxígeno para obtener energía a partir de ellos. Esos heterótrofos serían los antepasados ​​de los organismos multicelulares tales como los hongos y los animales (incluidos nosotros). Sin embargo en la actualidad hay descendientes unicelulares directos de aquellos seres, muy similares a ellos, formando parte del reino Protista, el más diverso de los reinos de la vida que alberga tanto especies heterótrofas como autótrofas (fotosintéticas). La mejora en la utilización de los recursos energéticos les permitió a los protistas, principalmente a los heterótrofos utilizadores de oxígeno, el desarrollo de estructuras especializadas para la locomoción otorgándoles mucha más movilidad, lo que a su vez les permitió aventurarse y poblar todos los rincones del planeta (Taylor, 1980).

En un mundo de competencia feroz y despiadada la utilidad práctica de las relaciones es evidente. Las alianzas son necesarias. Hay que aprender a utilizar los recursos elaborados por otros, y a cambio suplir a los demás con el producto de las habilidades propias. Para un individuo, es conveniente vivir en un entorno comunitario rodeado de compañeros que, en mayor o menor medida, le suplan muchos de sus requerimientos. Debido a ello es posible que poco después del surgimiento de la vida los organismos unicelulares adquirieran la capacidad de comunicarse e interactuar con sus pares. Las células gregarias que tendían a vivir juntas podían ser favorecidas por el mecanismo evolutivo debido a diversos factores que incluyen la protección contra los depredadores brindada por el grupo, y la división del trabajo.

Poco a poco, los organismos unicelulares se adaptaban a la vida en comunidad. Algunos eucariotas comenzaron a formar relaciones más estrechas, ensamblándose en pequeñas colonias o filamentos. En algunas comunidades, la vida gregaria evolucionó hasta el punto de convertirse en imposible, o al menos muy difícil, sobrevivir aislado del grupo. La especialización de organismos individuales en tareas específicas dentro de la comunidad aumentó gradualmente la interdependencia con el subsiguiente aumento de las relaciones, tanto en número como en calidad. No había vuelta atrás. La comunidad de organismos estaba evolucionando al siguiente nivel de complejidad: el organismo multicelular.

A estas alturas uno puede darse cuenta de que no existe un límite claramente definido entre lo inanimado y el mundo biológico, así como entre organismos unicelulares y multicelulares. Las transiciones se determinan por el aumento continuo en complejidad guiado por las tres fuerzas que actúan en conjunción, como si entre ellas existiera una suerte de acuerdo extraño y misterioso para aumentar el número de las relaciones y así incrementar progresivamente los niveles de organización estructural de la materia. Una secuencia comienza a emerger. Vemos cómo una innovación tecnológica importante, principalmente en las comunicaciones o las relaciones, desencadena una transición de fase —se propaga rápidamente en todo el sistema— lo que permite mejores relaciones entre los elementos, que a su vez permite una explosión de vida y el origen de nuevas estructuras más complejas. A partir de ahí el mecanismo evolutivo experimenta con innumerables variaciones hasta que aparece el siguiente gran avance tecnológico, aquel que le permitirá a la vida experimentar su próximo gran salto, en un ciclo sin fin.

Comunicación química

Algunos tipos de bacteria encontraron una manera interesante e innovadora de comunicarse entre sí que les permitió actuar de forma colectiva. Estas pequeñas criaturas producen sustancias llamadas autoinductoras que pueden ser detectadas por otras bacterias. Una determinada bacteria produce una cantidad fija de substancia, pero a la vez, detecta la concentración de esa misma substancia en el medio y realiza lo que se ha denominado "censo de quórum," por medio del cual estima la cantidad de bacterias de su propia especie y la de otras. Este "conocimiento" le ayuda entonces a "tomar decisiones" en conceso con sus hermanas (Miller y Bassler, 2001).

Este tipo de comunicación se observa en una gran variedad de especies bacterianas modernas cuyos miembros exhiben comportamientos diferentes cuando están en relativo aislamiento y cuando forman parte de un grupo. Debido a que la concentración de autoinductor aumenta proporcionalmente a la concentración de bacterias, este método les permite calcular la densidad poblacional. Algunos comportamientos se producen sólo después de que la concentración supera un umbral. Al llegar a este límite el comportamiento individualista cambia a uno sincrónico de grupo. Algunos ejemplos de comportamiento síncrono son la bioluminiscencia, la secreción de factores de virulencia, la formación de biofilms y la producción de ciertos pigmentos (Antunes y col, 2010; Dickschat, 2010; Majumdar y col, 2012; Hornung y col, 2013).

La comunicación química relativamente simple impulsa a la comunidad bacteriana a ejecutar un comportamiento grupal coordinado, como si fuese un organismo por derecho propio. La comunicación entre las bacterias nos da pistas sobre la manera en que las células evolucionaron hasta formar organismos multicelulares. Sin embargo, las bacterias nunca encontraron el camino hacia el verdadero organismo multicelular, y el gran salto fue efectuado por las células eucariotas.

Desde el punto de vista evolutivo, ¿Cuándo y por qué se convirtió la comunidad de organismos unicelulares en un único organismo multicelular? Debo insistir en que un límite preciso es difícil (si no imposible) de definir, pero la transición se pudo efectuar esencialmente gracias a dos innovaciones: en primer lugar, el surgimiento de las variantes genéticas que hicieron de las células organismos propensos a unirse o ensamblarse unos con otros formando agregados cooperativos (Ratcliff, 2012). En segundo lugar, la comunicación química intercelular en eucariotas a través de una distancia permitió una organización estructural del conjunto mediante diferencias de concentración, es decir, una célula produce una substancia y las demás miden la cantidad. Entonces, de acuerdo a la concentración de substancia, que será proporcional a su distancia de la célula productora, cada célula adquiere una función determinada. Un mecanismo organizacional similar se observa en el embrión humano (y de otras especies) en desarrollo, así como en la formación de biofilms (biopelículas) bacterianos mediante el censo de quórum anteriormente mencionado (Nusslein-Volhard 1996; Gurdon y Bourillot, 2001; Fux y col, 2005).

El tipo más popular de comunicación intercelular resultó ser mediante una molécula de substancia “mensajera” llamada “ligando.” Este ligando, producido por una célula, difunde a través de un espacio portando un mensaje hasta que finalmente se une a una molécula llamada “receptor” que se encuentra en la superficie o en el interior de otra célula (Figura 9). Entonces, la unión del ligando al receptor produce una acción o respuesta en la segunda célula. El desarrollo de una amplia variedad de ligandos químicos permitió la comunicación fluida a distancia entre las células. De la misma manera que las invenciones útiles son adoptadas rápidamente por los grupos humanos, la comunicación química tuvo que haber sido adoptada rápidamente por los organismos unicelulares mediante Transmisión Genética Horizontal y el mecanismo evolutivo. Por otra parte, la mencionada comunicación química basada en la dualidad ligando/receptor continuó siendo utilizada a lo largo de toda la evolución, incluyendo los autoinductores previamente mencionados, las hormonas, los neurotransmisores, y los factores de crecimiento y diferenciación en seres más complejos tales como las cucarachas o los seres humanos, y en general en todo el espectro de la vida (para un ejemplo revise la evolución de los receptores de esteroides en los seres humanos en: Eick y Thornton, 2011).

Figura 9. Comunicación química intercelular. La célula emisora (A) produce moléculas de ligando (1) que difunden hasta alcanzar la célula diana o receptora (B). Un ligando se une a una molécula receptora (2) como llave a su cerradura, lo que origina una respuesta celular.

La comunicación química fue uno de los factores que permitieron el salto de los organismos unicelulares a la multicelularidad, pero también continuó siendo utilizado entre los organismos multicelulares con el fin de comunicarse entre sí y con su medio ambiente. Por ejemplo, algunas especies de insectos sociales tales como las hormigas muestran un complejo comportamiento de grupo orquestado a través de la comunicación química. Los seres humanos —además de una enorme diversidad de especies— utilizamos la comunicación química con nuestro medio ambiente o con otros seres humanos para detectar alimentos, sustancias nocivas, e incluso el compañero o compañera sexual. Esta comunicación entre seres humanos —a un nivel inconsciente— o entre hormigas mediante el olfato se lleva a cabo a través de ligandos llamados “feromonas”. (Como ejemplo, Jacob y col., 2002 investigaron la relación entre ciertas variantes de los genes HLA, y la atracción de los hombres hacia el olor de las mujeres).

Pero la comunicación química tiene una limitante: La velocidad con la que una molécula difunde desde una célula a otra no es muy rápida, y su rango de acción es relativamente corto. Por lo tanto, un organismo multicelular que haga uso únicamente de este tipo de comunicación entre sus células tiene un límite en su potencial de crecimiento. La baja velocidad a la que las señales viajan entre diferentes regiones del organismo por encima de un cierto tamaño hace que este responda lentamente a las condiciones ambientales siempre cambiantes. Entonces, la comunicación química por sí misma restringe el tamaño potencial que puede alcanzar un organismo multicelular y por ende restringe en cierta medida la evolución hacia un posterior aumento en complejidad.

Sin embargo de nuevo la diversidad de la vida encontró una ruta, una nueva tecnología de transporte que salvaba los inconvenientes de la comunicación química por simple difusión. En algunos organismos ciertas células poco a poco se especializaron y se transformaron hasta formar tubos o canales por los cuales circulaban las substancias, lo que permitió un transporte más rápido de los mensajeros químicos entre las células distantes, así como un intercambio mucho más eficiente de nutrientes y de desechos entre las células interiores del organismo y el medio ambiente externo. El surgimiento de los sistemas vasculares permitió un aumento progresivo en el tamaño de los organismos multicelulares (Wilkens, 1999). Pero este crecimiento en tamaño y complejidad no pudo avanzar sustancialmente hasta que apareció la siguiente gran innovación.

Transmisión eléctrica

Algunos organismos multicelulares comenzaron a experimentar ciertos cambios interesantes. Algunas células se especializaron gradualmente en la conducción de impulsos eléctricos viajando a lo largo de sus membranas por medio de los llamados “canales iónicos regulados por voltaje” (Liebeskind y col, 2011; Widmark y col, 2011; Jensen y col., 2012; Ueya y col, 2012). Con el tiempo, las células especializadas en la conducción eléctrica crecieron en longitud entrando en contacto unas con otras con el fin de transmitir señales entre regiones distantes del organismo multicelular. La transmisión eléctrica entre células distantes permitió una respuesta más rápida entre las distintas partes del organismo, así como ante estímulos del medioambiente (Figura 10). Las células especializadas comenzaron a formar redes de comunicación, originando los primeros sistemas nerviosos. Hoy en día, podemos ver estos sistemas nerviosos primitivos en forma de redes o sincitios en los celenterados, organismos radiales multicelulares entre los que se encuentran las anémonas y las medusas. Estos son relativamente simples y algunos de ellos de transición entre la comunidad de organismos unicelulares y el verdadero organismo multicelular —de naturaleza animal—, también llamado metazoo (la hidra es un excelente ejemplo) (Petersen, 1990; Syed y Scherwater, 1997).

Figura 10. Usualmente, la transmisión de señales en los sistemas nerviosos es mixta, utilizándose tanto la conducción eléctrica como la química. A. Se origina una señal en una célula nerviosa que luego viaja a lo largo de ella en forma de impulso eléctrico. B. Al llegar al terminal la corriente provoca la liberación de un ligando llamado neurotransmisor. La unión del neurotransmisor a sus receptores en la segunda neurona, hace que se reanude el viaje de la señal en forma de impulso eléctrico (C). La comunicación química entre neuronas recibe el nombre de sinapsis. La conducción eléctrica le proporciona velocidad a la señal, mientras que la química le confiere la capacidad de ser finamente regulada.

Los animales multicelulares o metazoos aparecieron en nuestra Tierra hace unos 540 millones (540,000,000) de años, durante la llamada explosión cámbrica. Los más primitivos encontrados en el registro fósil corresponden al comienzo del período Cámbrico. Entre las causas probables de esta explosión de vida se encuentran el gran aumento en la concentración de oxígeno atmosférico acelerado por la proliferación de la vida vegetal, el surgimiento de un grupo de genes del desarrollo (llamados HOX), el cambio drástico del clima, la fuerte competencia por los nichos ecológicos, y el surgimiento de la proteína colágeno (Stanley, 1973; Hsu y col, 1985; Tucker, 1992; Knoll y Carroll, 1999). Sin embargo, las innovaciones en la comunicación intercelular a distancia debieron tener un papel preponderante.

En algunas especies, las redes neurales difusas como se ven en los celenterados fueron transformándose progresivamente en condensaciones más centralizadas capaces de procesar la información. Los helmintos (gusanos) son un buen ejemplo. Algunas especies de platelmintos (gusanos planos) tienen sistemas nerviosos compuestos por un cerebro primitivo en forma de anillo, y dos cordones unidos por comisuras. En general, los primeros sistemas nerviosos centrales formados por cordones nerviosos aparecieron por primera vez en cordados inferiores. Estos cordones persistieron a lo largo de la evolución en los cordados superiores, constituyendo las médulas espinales (Reuter y Gustafsson, 1995).

La aparición de centros neurales densos no solo permitió la formación de la circuitería necesaria para el procesamiento básico de la información, sino también condujo a la aparición de células especializadas en la detección de las condiciones ambientales a través de la estimulación por luz, sonido o gravedad. Aparecieron los primeros órganos de los sentidos. Algunos tipos de ojos primitivos llamados ocelos ni siquiera tuvieron necesidad de un centro de procesamiento de la información. La larvas de zooplancton, por ejemplo, tienen células de detección de luz que están directamente conectadas al aparato natatorio del animal, el cual se limita a seguir la dirección de la fuente lumínica (Salvini-Plawen, 2008).

Poco a poco, los cordones neuronales en cordados inferiores experimentaron condensaciones subsecuentes originando los primeros sistemas nerviosos segmentados, que contienen ganglios que controlan el flujo de información de cada segmento del animal de una manera más compleja. Posteriormente estas estructuras evolucionaron hasta la aparición de verdaderos cerebros, compartimentados para gestionar el flujo de la información en varios niveles. Es probable que los cerebros emergieran independientemente hasta cuatro veces en la evolución (Glenn-Northcutt, 2012).

El desarrollo de estructuras especializadas para la detección de luz, sonido, gravedad y estímulos químicos permitió al reino animal desarrollar una mejor respuesta al medio ambiente, y lo más importante, maneras cada vez más conspicuas de comunicarse con los compañeros de especie. El florecimiento de una diversidad de formas de comunicación entre los organismos biológicos cimentó las bases para el próximo salto evolutivo, hacia el nivel de comunidades complejas de organismos multicelulares.

Cabe señalar que la aparición de un nuevo nivel de complejidad no implica la desaparición de los niveles anteriores. A medida que un organismo evoluciona en complejidad, cada nuevo nivel incorpora a los otros y, por tanto, los vertebrados superiores muestran toda la gama evolutiva en un mismo individuo. Los sistemas digestivos de los mamíferos (incluyéndonos), por ejemplo, tienen redes neurales autónomas que se asemejan a las redes de los metazoos más simples. Estas sirven como reguladoras de las funciones digestivas y mantienen, en cierta medida, al tracto digestivo independiente del sistema nervioso (Gershon, 1981). Pero los mamíferos también tienen en sus sistemas nerviosos condensaciones simples a manera de cordones formando nervios; ganglios a lo largo de la médula espinal que controlan en cierta medida cada segmento y que recuerdan los primeros sistemas nerviosos segmentados, y varios centros de procesamiento central cuya complejidad se correlaciona, caudal a rostral, al momento de su aparición en la evolución. Estos centros se extienden desde la médula espinal hasta la corteza cerebral, pasando por las estructuras del tallo encefálico (Glenn-Northcutt, 2012).


Debo decir que esta sección del libro no pretende ser una revisión exhaustiva de la filogenia y evolución de los sistemas nerviosos. Su principal objetivo es hacer hincapié en la forma en que los avances en las comunicaciones y las relaciones entre los elementos de una población, ya sea de moléculas, células, individuos o comunidades de individuos multicelulares, permite un crecimiento ulterior en tamaño y complejidad. En el reino animal las comunidades más complejas son las de los insectos sociales como las hormigas y las abejas, muchas de las cuales presentan una estructura social complejísima que incluye una fina división del trabajo. Tomemos como ejemplo a las hormigas. La comunicación entre los elementos (hormigas) en la colonia es principalmente de cuatro tipos: química, táctil, visual y auditiva. Todas las funciones dentro del hormiguero se regulan finamente por medio de estos cuatro tipos de señales.

La resolución de problemas por medio de una conducta coordinada en las hormigas u otros insectos sociales tales como las abejas se ha denominado “inteligencia colectiva.” Este tipo de inteligencia es una propiedad emergente de un sistema compuesto por muchos individuos, cada uno de los cuales sigue un pequeño conjunto de reglas. La inteligencia colectiva hace que el sistema se comporte como si fuera una unidad singular, inseparable. Para un ejemplo más amplio podemos citar el tránsito de vehículos en una ciudad. Cada conductor sigue un pequeño número de reglas básicas que esencialmente son, transitar por el carril que corresponde, evitar la colisión con otros vehículos, y hacer parada cuando corresponde. Pero en conjunto, cuando se ve desde una cierta altura, el tráfico parece cobrar vida (Wolpert y Turner, 1999).

Yo sostengo que el término “inteligencia colectiva” es tal vez excesivo para este tipo de sistemas complejos relativamente "simples". Más bien sería, en el mejor de los casos, una inteligencia primitiva, rudimentaria y en ciernes. Al comparar una colonia de hormigas o tal vez un grupo humano antiguo con la filogenia de los organismos multicelulares nos damos cuenta que las mismas limitaciones de los primeros metazoos —como los celentéreos discutidos anteriormente— se aplican al hormiguero o a la sociedad humana primitiva, pero en un nivel de complejidad evolutiva más alta. Aunque muy bien estructurado, el comportamiento ordenado entre individuos dentro de la colonia de hormigas es dictado principalmente por medio de señales químicas, sistema lento que requiere de proximidad entre los participantes. Los tipos de comunicación visual, auditiva y táctil también necesitan de una relativa proximidad.

Las formas primitivas y lentas de comunicación pueden actuar como factores de restricción que impiden la evolución hacia mayor complejidad. A pesar de la existencia de hormigueros gigantescos, el mantenimiento de su estructura se rige principalmente por el contacto directo y gradientes químicos. Si decimos que una medusa es inteligente, bueno, podríamos aplicar también el término a la colonia de hormigas. No hace falta decir que la diferencia en inteligencia entre un metazoo radial primitivo como una medusa y un mamífero superior como un elefante, un delfín o un ser humano, es abismal. Del mismo modo, para generar el salto de la inteligencia colectiva primitiva de la comunidad de hormigas a la gran inteligencia comunitaria es necesario desarrollar métodos de comunicación más rápidos que puedan actuar a mayores rangos de distancias. El surgimiento de una verdadera gran inteligencia colectiva de una complejidad superior no se ha verificado aun en nuestra Tierra, pero es probable que encuentre el camino a través de la especie humana.


Nuestra especie está estrechamente relacionada con los grandes simios: chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes. Pero a diferencia de ellos, los humanos desarrollamos un aparato vocal que permite realizar una amplia gama de combinaciones de sonidos que confieren una capacidad de comunicación más fluida entre los miembros de una población. Aunque existe una gran variedad de aves canoras y de mamíferos marinos capaces de articular sonidos complejos con posibles connotaciones culturales (Comins y Gentner, 2013; Cantor y Whitehead, 2013), esta es una característica necesaria pero no suficiente para el desarrollo de un verdadero lenguaje complejo. Por otra parte, los chimpancés poseen el nivel de inteligencia necesario para la comprensión del lenguaje abstracto, especialmente gestual. Sin embargo carecen de las estructuras necesarias para la expresión de combinaciones más complejas de sonidos, aunque es posible que el rudimento para la comprensión de los sonidos lingüísticos pudiera haber estado ya presente en el ancestro común de los chimpancés y los seres humanos (Taglialatela, 2011).

Pero nosotros los seres humanos tenemos ambas cualidades plenamente desarrolladas: los mecanismos de abstracción mental y el aparato vocal. El desarrollo de la capacidad de fonación se atribuye a una variante de un gen llamado FOXP2 (Fisher y Scharf, 2009; Ayub y col., 2013), que codifica para un factor de transcripción que regula la activación de alrededor de 100 genes más. El Homo neanderthalensis, una especie paralela a los humanos modernos —y a la vez nuestros ancestros en una pequeña parte —que se originó en Europa hace unos 230,000 años poseía la misma variante nuestra, por lo que los investigadores creen que era capaz de comunicarse a través del habla (Kraus y col., 2007). La aparición del lenguaje requiere del desarrollo de dos regiones del cerebro: el área de Wernicke, que participa en la comprensión y se describe como el centro del significado y de la estructura de los sonidos, y el área de Broca, relacionada con la emisión y referida como el asiento de la gramática (Fisher y Marcus, 2006). Incluso es posible que estas estructuras del lenguaje ya hayan estado desarrolladas en el ancestro de los humanos, el Homo habilis, hace ya más de un millón de años, como ha inferido Tobias (1991) a partir de estudios de moldes construidos con cráneos fósiles que sugieren la existencia de un área de Broca bien delimitada en esa especie.

La inteligencia humana junto con nuestra capacidad para comprender y transformar nuestro entorno se debe a muchos factores evolutivos actuando en concertación. La marcha erguida permitió una mayor movilidad de las extremidades superiores que a su vez permitió la elaboración y manipulación de herramientas; la visión binocular estereoscópica fue determinante en las actividades relacionadas con la caza, aumentado su eficiencia; y la disminución de la edad gestacional se tradujo en niños prematuros con un período de aprendizaje mayor y volúmenes cerebrales más grandes, un proceso llamado encefalización (Ciochon y Fleagle, 1987).

Todos los factores mencionados han sido necesarios en la aparición de los seres humanos como especie exitosa, sin embargo, es el lenguaje el que en gran medida permitió el desarrollo de comunidades más grandes y complejas, esto, debido a la cohesión que permite la comunicación mediante la transmisión de ideas y sentimientos abstractos a los compañeros en una forma sencilla. Con la capacidad de comunicar ideas, la caza fue más grande y exitosa. También permitió la planificación anticipada de cada paso de la cacería. Nombrar cada una de las variedades de frutas y raíces facilitó la obtención de alimentos, y la nueva capacidad de compromiso social determinada por el lenguaje permitió la crianza comunal de los niños por parte de las mujeres, con el consiguiente aumento en la probabilidad de supervivencia de los jóvenes. La socialización a través del habla contribuyó a ampliar las relaciones del grupo. Por otro lado, la palabra hablada dio un gran impulso a la enculturación.

En sí misma la cultura es una cualidad que no se limita a los seres humanos. Por ejemplo, la existencia de un proceso de enculturación en chimpancés ha sido ampliamente demostrada (Whiten, 2005). Los grupos de chimpancés que viven en diferentes regiones adquieren habilidades propias de su grupo. Sin embargo, con el desarrollo del lenguaje hablado la enculturación recibió un gran impulso al permitir la clasificación de los elementos (sustantivos) y de las acciones (verbos) aumentando el flujo de ideas. Por el contrario, la cultura de los chimpancés es solo demostrativa. Con la aparición del lenguaje la vida experimentó un nuevo gran salto. Como corredores en una carrera de relevos la tarea de almacenar y transmitir información de una generación a la siguiente pasó del dominio casi exclusivo de los genes a su equivalente en un nivel más alto, es decir, los memes (Dawkins, 2006), elementos emergentes de la complejidad de los cerebros humanos. Y como resultado una gran parte de la evolución de la materia viva se trasladó a nuevas formas de evolución cultural, verbigracia la tecnológica. Los genes humanos siguen evolucionando y adaptándose, pero los memes son los principales responsables de la evolución hacia niveles más altos de complejidad.


La historia nació con la escritura, y con ella, comenzó una nueva era para la humanidad. La escritura ha permitido el desarrollo y el mantenimiento de leyes, códigos y normas que regulan y unifican a las sociedades, así como la recopilación de las ciencias y las artes. En general, permite a todos los elementos de la cultura acumularse y transmitirse con precisión de generación en generación. No es de extrañar que la escritura se desarrollara junto con la agricultura y la ganadería, que permitieron una rápida expansión de la población humana. Las primeras grandes civilizaciones florecieron en las orillas de los ríos que se utilizaron como fuentes de agua para el riego de cultivos, como la Mesopotamia (actual Irak) entre el Éufrates y el Tigris, la civilización egipcia a orillas del Nilo, y la civilización china a orillas del río Amarillo (Keightley y Barnard, 1983; Daniels y Bright, 1996; Mitchell, 1999). Y con el sedentarismo comenzó la evolución de la comunidad humana hacia el superorganismo.

Las poblaciones humanas aumentaron en tamaño no solo gracias a la producción de alimentos sino también a los avances en el transporte y las comunicaciones. El uso de animales impulsó el transporte de bienes y las relaciones entre los individuos, que entonces se pudieron comunicar a través de documentos portados por mensajeros a caballo o camello: los primeros correos. Los animales se convirtieron en una parte importante de las relaciones comerciales entre las naciones. Los burros fueron utilizados ampliamente como animales de carga en Egipto desde el cuarto milenio A.C., y en Etiopía desde 2270 A.C. Los registros históricos revelan el empleo de camellos con fines militares desde el primer milenio A.C. (Knauf, 1983; Blench, 2000). En la Europa medieval, los emisarios a caballo reemplazaron a los mensajeros a pie permitiendo una comunicación más rápida no sólo dentro de la misma ciudad, sino entre ciudades (Small, 1990). El comercio y la migración se vieron aumentados por la incorporación de estos animales, lo que favoreció la cohesión de ciudades-estado para formar grandes imperios. El mundo comenzó a acortarse.

La navegación aumentó el rango de acción del ser humano. Gracias a ella pudimos poblar y conquistar continentes y los lugares más remotos del planeta. Ya hace unos 50,000 años se utilizaron balsas de bambú en el proceso de poblamiento de las islas del Sudeste del Pacífico (Horridge, 1995). Las migraciones terrestres y marítimas desde Asia a través del estrecho de Bering hace más de 15,000 años condujeron al poblamiento de Norte, Centro y Sudamérica (Reich y col., 2012). El transporte marítimo permitió a los europeos del siglo 16 descubrir y conquistar las Américas en lo que ha sido uno de los mayores choques culturales en la historia (como ejemplo, algunos detalles sobre el exterminio de la población indo-americana en Honduras se pueden encontrar en Newson, 1986). Sin embargo, a pesar de que el mundo estaba más conectado las poblaciones aún vivían en un relativo aislamiento. La revolución industrial de los siglos 18 y 19 daría lugar a una serie de inventos en el campo de la comunicación que allanarían el camino para el siguiente gran salto: la comunidad global.

La revolución industrial fue el descubrimiento de lo que la naturaleza sabía desde el principio de la vida. En pocas palabras, que la especialización de los individuos en una pequeña parte del proceso es más eficiente que todo el mundo haciendo todo (Moore, 1959). Nacía la línea de producción, y con ella, la economía de escalas. La cantidad de bienes producidos aumentó y el costo de su producción disminuyó, y como consecuencia los precios bajaron. La disponibilidad de bienes y servicios en los centros de producción en las ciudades pronto condujo a un proceso de convergencia de las poblaciones provenientes de pequeñas comunidades rurales autónomas. La humanidad comenzó a experimentar un éxodo rural-urbano sin precedentes, fenómeno conocido como urbanización, haciendo que muchas ciudades del mundo superaran el umbral de los 10 millones de habitantes a lo largo del siglo 20 (Figura 11) (Kabisch y Haase, 2011; McCann y Acs, 2011).

Figura 11. El incremento en la magnitud de las migraciones del campo a la ciudad fue una de las características sobresalientes del siglo 20. Por primera vez en la historia de la humanidad la mayoría de la población del mundo se agrupó en los grandes centros de producción.

Inicialmente en el mundo industrializado y luego en el resto del orbe, el transporte rápido permitió una distribución más eficiente de los bienes y el traslado de los trabajadores desde sus casas a los lugares de producción, gracias a la invención de la máquina de vapor y del motor de combustión interna, impulsando el desarrollo de las ciudades (Abrams y col, 2009; Jordán, 2011; Ogun, 2010). Las urbes se convirtieron gradualmente en centros complejos de producción caracterizados por poseer redes viales a lo largo de las cuales transitaban los vehículos de alta velocidad impulsados por el petróleo. La complejidad se acumulaba rápidamente en el nivel de la comunidad, que ahora era la gran ciudad. La evolución de la metrópolis hacia el superorganismo humano estaba en marcha.

Mientras tanto, estos superorganismos en desarrollo se han acercado entre sí debido al transporte de mercancías y personas a velocidades difíciles de imaginar hace sólo unas pocas generaciones. Finalmente, el sueño dorado se cumplió y la humanidad se aventuró en el aire. El transporte aéreo comenzó a acercar a las ciudades entre sí convirtiéndose en uno de los factores que conducen al superorganismo global. Su herencia, los vuelos interplanetarios, podrían permitir la futura conquista y poblamiento de otros mundos, y por consiguiente el desarrollo de comunidades de superorganismos globales (planetarios) unidos en una red de transporte interplanetario. Cuando los hermanos Wilbur y Orville Wright se lanzaron como águilas a las alturas desde las llanuras de Kitty Hawk, nunca imaginaron que preparaban el terreno para cortar el cordón umbilical que nos conecta con nuestro planeta. Recordemos que nuestro camino hacia la complejidad comenzó en el interior de las estrellas, con la creación de los elementos necesarios para la vida. Nuestra marcha hacia niveles de mayor complejidad nos llevará de nuevo a ellas.


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