Parte
1. Trazando la ruta hacia la complejidad
Por: Edwin Francisco Herrera Paz
Leer sección anterior: Introducción
“Si nuestros cerebros fuesen lo
suficientemente simples para entenderlos, seríamos tan simples que no
podríamos.”
—Ian Stewart
“El nitrógeno en
nuestro ADN, el calcio en nuestros dientes, el hierro en nuestra sangre, el
carbono en nuestros pasteles de manzana fueron hechos en el interior de
estrellas colapsando. Estamos hechos de ‘cosa’ de estrellas”.
—Carl Sagan
En esta sección
repetiré la palabra relaciones (o sus derivados y sinónimos) muchas veces con
el fin hacer hincapié en su importancia en la formación de un mundo cada vez
más complejo.
Todo lo animado e
inanimado en nuestro universo está construido en su mayoría por esos puentes
invisibles llamados relaciones. Esta no es una afirmación retórica,
motivacional o metafórica. Es real. Todo lo que hay y podemos (y tal vez lo que
no podemos) percibir está construido de relaciones. Por otra parte, como hemos
dicho anteriormente acerca de los sistemas complejos, el universo también está
construido en niveles o capas.
En nuestro
universo existen dos tendencias que aparentemente apuntan en direcciones
opuestas. Una señala hacia la destrucción; la otra, hacia la construcción de
complejidad. La primera está representada por una cantidad física llamada
entropía. La segunda, por las tres fuerzas que gobiernan la materia en todos
los niveles. Estas tres fuerzas solían ser consideradas como cuatro, e incluso
hoy en día se enumeran a menudo como la fuerza fuerte, la fuerza gravitacional,
la fuerza débil y la fuerza electromagnética. Sin embargo, las fuerzas débil y
electromagnética han sido unificadas por los físicos en el llamado modelo
electrodébil (Ribarik y Sustersic, 1985). La entropía puede ser rápida y
explosiva en el proceso de desorganización, mientras las tres fuerzas
construyen y organizan la materia lenta, pero paciente y tenazmente. Aunque
ambas tendencias son necesarias para el origen y mantenimiento de la vida, voy
a referirme inicialmente a las tres fuerzas y cómo han actuado y continúan
actuando para formar estructuras complejas, que van desde átomos y moléculas
hasta los más sofisticados sistemas sociales.
Antes del origen
de nuestro universo no había nada. El tipo de “nada” a la que me refiero aquí
no es el que vemos en nuestras vidas cotidianas. A menudo decimos que nuestros
gobiernos son “buenos para nada”, o que “no hay nada” en el espacio que separa
las estrellas. Pero si se mira cuidadosamente, veremos que siempre hay algo en
estos “nadas”. Los gobiernos hacen “algo” bueno de vez en cuando, y sin duda
existe una tela invisible de la cual está hecho el espacio-tiempo, incluso en
el caso del espacio interestelar considerado como muy vacío. Pero en la “nada”
del vacío primordial no había espacio, ni tiempo, ni Nada.
El momento de la
creación es conocido entre los cosmólogos como el "Big Bang". Existe
controversia con respecto a este singular evento. Se puede trazar ese momento
hace aproximadamente 13.7 mil millones de años, cuando toda la materia y la
energía se encontraban condensadas en un punto adimensional y de densidad
infinita. Las tres fuerzas no eran tres, sino una sola llamada “superfuerza”.
La mayoría de los eventos que determinaron cómo sería nuestro universo
ocurrieron durante el primer segundo existencia. El punto de densidad infinita
comenzó súbitamente a expandirse, y a medida que avanzaba la explosión su
expansión se aceleraba (la llamada “Teoría del Universo Inflacionario”
Goncharov y col, 1987; Gold y Albrecht, 2003). Con la expansión, la enorme
temperatura inicial comenzó a caer muy rápidamente.
Antes de que
finalizara el primer segundo la energía del universo temprano comenzó a
condensarse en masa debido al rápido enfriamiento, formando un plasma o sopa
compuesto por una variedad de partículas elementales que se agruparon en dos
tipos básicos: fermiones y bosones. Pronto, los fermiones llamados quarks se
relacionaron en grupos de tres para formar partículas más grandes: los protones
cargados positivamente, y los neutrones, eléctricamente neutros (Figuras 1 y 2)
(Kurki-Suonio y col, 1990).
Figura
1. Un quark “arriba” se relacionaría con dos quarks “abajo” para formar un
neutrón.
Figura
2. Dos quarks “arriba” se relacionarían con un quark “abajo” para formar un
protón.
Después del primer
segundo la superfuerza se dividió en las tres fuerzas fundamentales. Cada una
estaba destinada a dominar diferentes escalas espaciales. Justo después de los
tres minutos de existencia, la fuerza nuclear fuerte, la cual actúa únicamente
a una distancia diminuta, comenzó a relacionar protones entre sí y a los
protones con los neutrones, juntándolos
para formar núcleos atómicos sencillos en un proceso llamado “fusión
nuclear”. La unión de un protón con un neutrón formó los núcleos de deuterio,
mientras que la unión de dos protones y dos neutrones originó núcleos atómicos
de helio. Muchos protones (la mayor parte de ellos) se quedaron solos, sin
relacionarse, para formar los núcleos de hidrógeno, el más simple y abundante
de todos los elementos (Fields y Olive, 2006).
Alrededor del
minuto 23 después del instante de la creación cesó la formación de núcleos
atómicos debido al enfriamiento resultante de la expansión. La mayor parte de
la materia estaba compuesta de núcleos de hidrógeno, seguido de una cantidad
considerable de helio y trazas de elementos más pesados. La temperatura era aun
demasiado alta para permitir la formación de átomos. Para su formación, los
núcleos positivos tendrían que relacionarse con los fermiones negativos
llamados electrones. Estas relaciones serían posibles gracias a la acción de la
fuerza electrodébil (para ser más precisos, del componente electromagnético de
la fuerza débil).
Trescientos
setenta y siete mil (377,000) años desde el instante de la creación debieron
transcurrir antes de que el enfriamiento fuera suficiente para que la fuerza
electrodébil comenzara a construir átomos. Durante ese tiempo, los bosones que
llamamos fotones (que forman la luz y la radiación electromagnética en general)
no podían circular libremente debido a la alta densidad del universo. Fueron
aquellos tiempos de completa oscuridad, pero alrededor del cumpleaños número
377,000 de nuestro universo la temperatura habían disminuido lo suficiente como
para permitir que los núcleos atrajeran y mantuvieran atrapados a los
electrones (Figura 3). El confinamiento de los electrones a sus lugares
alrededor de los núcleos, formando de ese modo los átomos eléctricamente
neutros, hizo que el universo se tornara transparente lo que permitió que los
fotones (o partículas de luz) pudieran viajar libremente en el espacio (proceso llamado por los cosmólogos
“desacoplamiento”; Hinshaw y col, 2009; Wall, 2012).
Figura
3. El descenso de la temperatura en el universo en expansión permitió que los
protones, de carga positiva, se relacionaran con los electrones, de carga
negativa, mediante la fuerza electromagnética formando los átomos de hidrógeno.
¡Y se hizo la luz!
Sin embargo, debo aclarar que aquella luz inicial no emanaba de ningún punto en
particular, sino más bien llenaba cada espacio del universo expandiéndose junto
con él. Era la huella de los instantes iniciales del universo. En 1978 Arno
Allan Penzías y Robert Woodrow Wilson ganaron el Premio Nobel de Física por el
descubrimiento de la radiación cósmica de microondas, una radiación de fondo de
3 grados Kelvin que llena todos los rincones del universo; la firma del primer
relámpago: el Big Bang (Penzias y Wilson, 1965).
Para el momento en
que el universo se volvió transparente aun no existían estrellas ni galaxias,
así que no había fuentes puntuales de la luz. Aun había oscuridad. Tuvo que
transcurrir un tiempo considerablemente largo antes de que la acción de la
tercera fuerza (la gravedad), la más débil de las tres pero capaz de actuar a
través de enormes distancias, se hiciera tangible.
La gravedad
comenzó a acercar y a relacionar los átomos para formar cúmulos de materia en
forma de nubes de gas. Luego, fue aumentando progresivamente la densidad de
dichas nubes, acercando los núcleos atómicos unos con otros, y con ello,
aumentado su temperatura. Cuando los núcleos se encontraron lo suficientemente
cerca para interactuar, la fuerza fuerte pudo entrar de nuevo en acción
reactivando la fusión nuclear (Busso y col., 2010). Aproximadamente doscientos
millones (200,000,000) de años después del origen de nuestro universo, con la
energía liberada por la fusión nuclear, esas condensaciones de materia se
encendieron formando la primera generación de estrellas (Bromm y col., 2009).
Estas primeras lumbreras (y el universo en general) eran ricas en hidrógeno y
helio, los elementos más sencillos. Poco a poco en el interior de las estrellas
la fusión nuclear impulsada por la fuerza fuerte fue relacionando los núcleos
atómicos para crear elementos progresivamente más pesados, como el carbono,
el nitrógeno y el oxígeno —en un proceso conocido como “nucleosíntesis estelar”
—lo que sería crucial para la futura formación de organismos vivos (Figura 4).
Figura
4. Dentro de las estrellas, la fuerza fuerte hizo que los protones y neutrones
se relacionaran entre sí formando elementos cada vez más pesados, como el
helio, el litio, el Berilio, etc.
Pero la gravedad,
además de atraer los átomos para dar origen a las primeras estrellas, actuó
también a una escala mucho mayor acercando grandes grupos estelares originando
las primeras galaxias. Luego de unos pocos miles de millones años la primera
generación de estrellas fue muriendo. A medida que agotaban su combustible de hidrógeno
y helio se fueron enfriando. Este enfriamiento permitió que la fuerza de
gravedad continuara aumentando la densidad a tal punto que terminaban sus vidas
en gigantescas explosiones conocidas como supernovas, dispersando sus
contenidos y enriqueciendo el espacio interestelar con los nuevos elementos
formados (Andouze y Silk, 1995). El proceso se repetiría. Una vez más la fuerza
de gravedad condensaría el gas interestelar remanente de las explosiones de la
primera generación de estrellas formando nuevas nubes, y a continuación, nuevas
estrellas, muchas de las cuales ahora podían contener sistemas planetarios
orbitándolas gracias a la diversidad de elementos creados durante la primera
generación. Hace cerca de 4.6 mil millones de años, a medio camino entre el
borde y el centro de una galaxia que ahora llamamos Vía Láctea, una de tales
nubes se comenzó a condensar para dar lugar a nuestro sistema solar (Bouvier y
Wadhwa, 2010).
Inicialmente,
en el corazón de este sistema solar en ciernes se formaron varias
condensaciones, pero sólo una de ellas sería lo suficientemente densa y grande
como para que se activara la fusión nuclear en su interior. Nació nuestro Sol.
Otras condensaciones formaron los grandes planetas exteriores: Júpiter, Saturno,
Urano y Neptuno. El resto del gas formó cuerpos más pequeños que al igual que
los grandes planetas comenzaron a girar en torno al Sol. La gravedad se ocupaba
de mantener todos estos cuerpos en órbitas aleatorias alrededor de la estrella
central haciéndolos colisionar y fusionándolos entre sí, lo que dio origen a
los planetas interiores: Mercurio, Venus, Tierra y Marte (Figura 5) (Committee on Grand Research Questions in the Solid-Earth Sciences,
National Research Council, 2008).
Figura
5. El origen de los planetas fue posible gracias a la existencia de elementos
pesados, construidos en el interior de la primera generación de estrellas. Los
planetas se relacionarían con su estrella gracias a la fuerza de gravedad.
A continuación
algo notable sucedería en los planetas. La temperatura de una estrella es
extremadamente alta y esta condición impide que la fuerza electromagnética
relacione diferentes átomos entre sí para formar moléculas (sin embargo, hay
evidencia que apunta a una posible síntesis de moléculas orgánicas en algunos
tipos de estrellas; Kwork, 2004). Por el contrario a las temperaturas
relativamente bajas de los planetas los átomos individuales podrían interactuar
entre sí para formar compuestos de diversos tipos. La fuerza electromagnética sería
la controladora definitiva de la evolución hacia la complejidad en nuestro
mundo. A partir de entonces, esta sería principalmente la fuerza que guiaría a
la materia en su discurrir hacia la vida.
Las relaciones
electromagnéticas entre átomos (llamadas “enlaces químicos”) serían de dos
tipos básicos. En el primero, un átomo posee un electrón que puede “regalar”
fácilmente. El electrón entonces es cedido a otro átomo al que le gusta tomar
electrones, y de allí surge una relación perfecta. El átomo que cede el
electrón queda cargado positivamente, y el que lo acepta termina con una carga
negativa. Entonces, ambos átomos se juntan debido a sus cargas opuestas. A
partir de este tipo de uniones surgieron los compuestos iónicos, tales como las
sales, los ácidos y las bases. El más conocido de tales compuestos, así como el
más ubicuo y esencial para la vida en la Tierra, es el cloruro de de sodio, o
sal de mesa (Figura 6).
El segundo tipo de
relación es más fuerte y estable. En esta los átomos, en lugar de regalar sus
electrones, los comparten con otros átomos en lo que se denomina “enlace
covalente”, que en general es mucho más fuerte que el iónico. Entre todos los
elementos formados en la primera generación de estrellas uno resultó ser una
verdadera maravilla de las "relaciones humanas" del mundo atómico: el
Carbono. Un átomo de este elemento es capaz de compartir cuatro de sus
electrones con otros. Uno de los compuestos más simples formados por el carbono
es el gas metano, en el cual comparte sus cuatro electrones disponibles con
cuatro átomos de hidrógeno. Pero un átomo de carbono puede formar enlaces
covalentes con otro átomo de carbono, y este con un tercero y así
sucesivamente, lo que facilita la construcción de grandes cadenas. La
diversidad de tipos de cadenas así construidas es potencialmente infinita. Es
esta enorme capacidad de los átomos de carbono de relacionarse con los demás
formando moléculas complejas lo que demostraría ser crucial en la creación de
ese nuevo fenómeno especial llamado vida (Figura 7) (Orgel, 1998).
Figura
6. A. El sodio tiene un electrón que quiere regalar. Al cloro le gusta que le
regalen un electrón. B. Una vez que el electrón pasa al cloro, ambos átomos
adquieren carga. C. La relación forma una molécula de cloruro de sodio, o sal
de mesa.
Pero antes de la
formación de los primeros compuestos de carbono en nuestra Tierra, apareció una
sustancia con propiedades químicas en extremo interesantes. La disposición
espacial particular de los átomos que conforman sus moléculas las hace tener
polaridad eléctrica, lo que significa que las cargas positivas y negativas se
distribuyen diferencialmente a lo largo de la ella. Estoy hablando del agua, o
H2O. La disposición de dipolo eléctrico le permite al extremo
negativo de la molécula atraer al extremo positivo de otra. Entonces, dos
moléculas de agua están unidas entre sí por un enlace mucho más débil que el
iónico, uno que los químicos han llamado “puente de hidrógeno”. A causa de los
puentes de hidrógeno el agua líquida forma una malla o red de relaciones que le
confiere la mayor parte de sus propiedades, tales como un punto de ebullición
alto, la capacidad de absorber gran cantidad de calor antes de evaporarse y sin
aumentar sustancialmente su temperatura, y su capacidad de disolver sustancias,
entre otras. La mayoría del agua y el carbono de la Tierra podrían haber tenido
sus orígenes en objetos procedentes del cinturón de asteroides (Committee on
Grand Research Questions in the Solid-Earth Sciences, National Research Council,
2008).
Figura
7. Molécula de butano, formada por cuatro átomos de carbono enlazados entre sí
y con átomos de hidrógeno (caritas oscuras). La capacidad del carbono de
compartir cuatro electrones con otros fue una cualidad esencial para el
surgimiento de la vida.
Después de su
nacimiento la Tierra estaba aun muy caliente, aunque su temperatura era mucho
más baja que la de la Sol. Su superficie estaba compuesta de un océano de
material fundido donde aun no había agua en estado líquido. El enfriamiento
gradual determinó la formación de una corteza de roca volcánica, seguido por la
aparición de vapor de agua hace cerca de 4.4 mil millones (4,400,000,000) de
años, cuando la Tierra tenía tan sólo alrededor de cien millones (100,000,000)
de años de existencia (Wilde y col., 2001). La enorme cantidad de vapor de agua
se mezcló con el dióxido de carbono liberado a partir de las rocas volcánicas
causando la tormenta más severa en la historia del planeta. El agua precipitaba
formando un único y enorme cuerpo. Llovió por varios millones de años, y de esa
forma, hace unos cuatro mil millones (4,000,000,000) de años el 90% de la
superficie de nuestro mundo se encontraba cubierta por agua líquida formando un
enorme y vasto océano (Valley y col., 2002).
Quinientos millones
(500,000,000) de años después del surgimiento del mundo acuático la intensa
actividad volcánica en la superficie del planeta finalmente separó las aguas de
las aguas, formándose los continentes y océanos. Es probable que la vida haya
surgido en las profundidades de estos océanos tempranos, y a partir de ahí, se
extendiera hacia la superficie. Pero los complejos compuestos del carbono
tuvieron que aparecer antes de que la vida se pudiese desarrollar.
Las moléculas de
Carbono interactuaban entre sí y con átomos de nitrógeno e hidrógeno en una
variedad de configuraciones, formándose los compuestos necesarios para la vida
tales como nucleótidos y aminoácidos. Los océanos prebióticos debieron estar
plagados de una enorme variedad de tales moléculas, las que poco a poco
aumentarían en complejidad. Los aminoácidos se comenzaron a enlazar unos con
otros formando proteínas, y los nucleótidos formando largas moléculas de ARN y
de ADN. Con el tiempo, la asociación de las proteínas con las cadenas de ARN
debió originar grandes moléculas auto-replicantes, capaces de construir copias
de sí mismas. Esta última característica sería esencial para la vida. En la
actualidad, existe poco remanente de ese mundo molecular primigenio (casi todas
las teorías modernas sobre los orígenes de la vida están basadas en las ideas
de Alexander Oparin. Véase Oparin, 1952).
A partir de esta
historia podemos ver claramente que las relaciones y la cooperación no son
invenciones de la humanidad, sino fenómenos inherentes a la vida y al universo
mismo. Varias estructuras, inicialmente solitarias, con el paso del tiempo se
relacionan poco a poco con sus pares, lenta e imperceptiblemente, guiadas por
las tres fuerzas de la naturaleza.
A través de este
proceso se formaron estructuras especializadas de creciente complejidad,
incluyendo enzimas y otras proteínas que proporcionaban forma y movimiento a
los complejos moleculares. Las sofisticadas maquinarias moleculares continuaron
ensamblándose y especializándose para trabajar de manera orquestada, hasta que
surgieron las primeras células. Actualmente la célula es considera la unidad
básica de la vida en nuestro planeta.
Los investigadores
marcan el comienzo de la vida con la aparición de las primeras células
sencillas hace unos 3.5 mil millones (3,500,000,000) de años; por lo tanto, se
dice que antes de ese tiempo el mundo consistente de moléculas auto-replicantes
era prebiótico (antes de la vida). La secuencia de eventos que llevaron a esas
primeras células se desconoce en la actualidad, pero podemos asegurar que la
vida celular se inició con el surgimiento de una envoltura de grasa y proteínas
llamada membrana celular que protegía del ambiente externo a los componentes
(Peretó y col., 2004). El surgimiento de esta barrera dio a los primeros organismos
de naturaleza bacteriana, llamados procariotas, la capacidad de regular su
ambiente interno.
El florecimiento
de la vida bacteriana en los océanos debió ser espectacular y de una feroz
competencia. La única manera de alimentarse era mediante la depredación de
otras bacterias y de moléculas auto-replicantes. Es probable que no sólo la
energía y los nutrientes se obtuvieran a partir de los alimentos, sino también
la información genética en lo que se ha llamado Transferencia Genética
Horizontal. Los fragmentos de información genética eran intercambiados
libremente. Finalmente, el mundo molecular fue casi completamente absorbido por
el mundo celular. La mayor parte de la información filogenética sobre las
bacterias, los organismos unicelulares llamados arquea, los protistas (dentro
de los cuales existen algunos parásitos unicelulares humanos), y los animales
antes e inmediatamente después de su división en reinos aislados, fue suprimida
por la intensa Transferencia Genética Horizontal. Eso hace muy difícil la
reconstrucción precisa —o incluso aproximada— de la evolución de aquel mundo
celular primigenio y las teorías que intentan hacerlo siguen siendo altamente
especulativas (para conocer mejor la Transferencia Genética Horizontal lea
Woese, 2002).
La energía para la
replicación (producción de copias de un organismo) y otros procesos de la vida
en presencia de una atmósfera reductora, desprovista de oxígeno y rica en
dióxido de carbono, se conseguía exclusivamente por fermentación de las
moléculas orgánicas incorporadas desde el exterior. Tiempo después, algunas
células desarrollaron la capacidad de utilizar la luz del sol y el dióxido de
carbono (CO2) para fabricar su propio alimento. Estas bacterias
fotosintéticas, llamadas cianobacterias, comenzaron la utilización del CO2
de la atmósfera y a cambio producían oxígeno. Como resultado hace
alrededor de 2.8 mil millones (2,800,000,000) de años se comenzó a liberar
oxígeno hacia la atmósfera terrestre.
Las bacterias son
organismos sencillos. Su ADN no cuenta con una envoltura nuclear y carece de
unas organelas especializadas en la producción de energía llamadas
mitocondrias. Pero hace alrededor de 1.5
mil millones (1,500,000,000) años se llevaron a cabo una serie de relaciones sorprendentes.
Ciertos tipos de bacterias resistentes al calor (llamadas arquibacterias
sulfidogénicas) solían utilizar para su alimentación a unas pequeñas bacterias
nadadoras, del género eubacteria. Con el tiempo (millones de años) depredador y
presa se irían fusionando paulatinamente por simbiogénesis. La eubacteria se
incorporó por completo en el organismo de la otrora su depredadora, formando
finalmente un único organismo. Esta unión originó un nuevo tipo de célula
llamada arquiprotista, una especie de eucariota amitocondriada (aun sin
mitocondrias) rudimentaria, pero que ya poseía un núcleo celular bien definido.
Estas primeras
células eucariotas así formadas eran sensibles al oxígeno atmosférico y la
exposición a este gas las destruía. Entonces, el aumento paulatino de la
concentración de oxígeno atmosférico producido por las bacterias fotosintéticas
conduciría a una nueva relación. Algunas arquiprotistas incorporaron en su
interior, a través de una segunda relación simbiótica, a pequeñas bacterias que
ya habían descubierto una nueva tecnología: la utilización del oxígeno para el
metabolismo de los alimentos y la producción de energía. La relación entre
aquellas antiguas células móviles anaerobias (incapaces de utilizar oxígeno) y
las eubacterias utilizadoras de oxígeno llegó a ser una de las más exitosas de
todos los tiempos. Las mitocondrias —estructuras encargadas de la respiración
celular— de los modernos organismos eucariotas, incluyéndonos a los seres
humanos, son los descendientes de aquellas eubacterias. En la actualidad
constituyen las plantas de energía de todas nuestras células para lo cual
oxidan los alimentos liberando dióxido de carbono y agua. Esta relación le
permitió al nuevo tipo de eucariota la utilización de oxígeno atmosférico,
dándole una ventaja evolutiva (Figura 8) (Gray y col., 1999).
Figura 8. Origen de las células
eucariotas por eventos endosimbióticos. A. Una arquea se alimentaba de una
eubacteria. Con el paso de los millones de años la simbiosis entre ambos
microorganismos originó un eucariota nucleado primitivo. B. En un segundo
evento endosimbiótico, la relación del eucariota primitivo con una bacteria que
utilizaba oxigeno originó la célula precursora de todos los eucariotas
modernos. 1. Núcleo celular. 2. Mitocondrias.
En otro caso, las
eucariotas no fotosintéticas se alimentaban de cianobacterias fotosintéticas.
Con el tiempo ambas formaron una tercera relación simbiótica. Hoy en día los
descendientes de aquellas cianobacterias se encuentran incorporados dentro de
las células de las algas y las plantas verdes formando los cloroplastos,
organelas encargadas de la fotosíntesis por medio de la proteína clorofila
(Bhattacharya y col., 2004). La idea del surgimiento de las complejas células
eucariotas modernas por una serie de relaciones simbióticas entre diferentes
tipos de bacterias fue propuesta por primera vez por Lynn Margulis y se ha
denominado “Teoría Endosimbiótica Serial”, o SET, por sus siglas en inglés
(Sagan, 1967).
El surgimiento de
las células eucariotas nos permite apreciar el poder de las relaciones en todo
su esplendor. La capacidad de sobrevivencia y reproducción aumentó de manera
drástica debido a la sinergia de los componentes. Los eucariotas unicelulares
adquirieron muchas formas y dominaron la tierra durante cientos de millones de
años. La intensa actividad fotosintética durante dos mil millones
(2,000,000,000) de años, mediada primero por las cianobacterias fotosintéticas
y a continuación por las eucariotas vegetales, aumentó poco a poco los niveles
atmosféricos de oxígeno transformando lentamente nuestro planeta en un hermosa
esfera azul (De Marais, 2000).
Las cantidades
abundantes de oxígeno permitieron la proliferación de las eucariotas
heterótrofas, es decir, aquellas que carecen de clorofila y son incapaces de
fabricar su propio alimento por lo que necesitan cazar y alimentarse de otros
seres vivos, utilizando por lo general el oxígeno para obtener energía a partir
de ellos. Esos heterótrofos serían los antepasados de los organismos
multicelulares tales como los hongos y los animales (incluidos nosotros). Sin
embargo en la actualidad hay descendientes unicelulares directos de aquellos
seres, muy similares a ellos, formando parte del reino Protista, el más diverso
de los reinos de la vida que alberga tanto especies heterótrofas como
autótrofas (fotosintéticas). La mejora en la utilización de los recursos
energéticos les permitió a los protistas, principalmente a los heterótrofos
utilizadores de oxígeno, el desarrollo de estructuras especializadas para la
locomoción otorgándoles mucha más movilidad, lo que a su vez les permitió
aventurarse y poblar todos los rincones del planeta (Taylor, 1980).
En un mundo de
competencia feroz y despiadada la utilidad práctica de las relaciones es
evidente. Las alianzas son necesarias. Hay que aprender a utilizar los recursos
elaborados por otros, y a cambio suplir a los demás con el producto de las
habilidades propias. Para un individuo, es conveniente vivir en un entorno
comunitario rodeado de compañeros que, en mayor o menor medida, le suplan
muchos de sus requerimientos. Debido a ello es posible que poco después del
surgimiento de la vida los organismos unicelulares adquirieran la capacidad de
comunicarse e interactuar con sus pares. Las células gregarias que tendían a
vivir juntas podían ser favorecidas por el mecanismo evolutivo debido a
diversos factores que incluyen la protección contra los depredadores brindada
por el grupo, y la división del trabajo.
Poco a poco, los
organismos unicelulares se adaptaban a la vida en comunidad. Algunos eucariotas
comenzaron a formar relaciones más estrechas, ensamblándose en pequeñas
colonias o filamentos. En algunas comunidades, la vida gregaria evolucionó
hasta el punto de convertirse en imposible, o al menos muy difícil, sobrevivir
aislado del grupo. La especialización de organismos individuales en tareas
específicas dentro de la comunidad aumentó gradualmente la interdependencia con
el subsiguiente aumento de las relaciones, tanto en número como en calidad. No
había vuelta atrás. La comunidad de organismos estaba evolucionando al
siguiente nivel de complejidad: el organismo multicelular.
A estas alturas
uno puede darse cuenta de que no existe un límite claramente definido entre lo
inanimado y el mundo biológico, así como entre organismos unicelulares y
multicelulares. Las transiciones se determinan por el aumento continuo en
complejidad guiado por las tres fuerzas que actúan en conjunción, como si entre
ellas existiera una suerte de acuerdo extraño y misterioso para aumentar el número
de las relaciones y así incrementar progresivamente los niveles de organización
estructural de la materia. Una secuencia comienza a emerger. Vemos cómo una
innovación tecnológica importante, principalmente en las comunicaciones o las
relaciones, desencadena una transición de fase —se propaga rápidamente en todo
el sistema— lo que permite mejores relaciones entre los elementos, que a su vez
permite una explosión de vida y el origen de nuevas estructuras más complejas.
A partir de ahí el mecanismo evolutivo experimenta con innumerables variaciones
hasta que aparece el siguiente gran avance tecnológico, aquel que le permitirá
a la vida experimentar su próximo gran salto, en un ciclo sin fin.
Algunos tipos de
bacteria encontraron una manera interesante e innovadora de comunicarse entre
sí que les permitió actuar de forma colectiva. Estas pequeñas criaturas
producen sustancias llamadas autoinductoras que pueden ser detectadas por otras
bacterias. Una determinada bacteria produce una cantidad fija de substancia,
pero a la vez, detecta la concentración de esa misma substancia en el medio y
realiza lo que se ha denominado "censo de quórum," por medio del cual
estima la cantidad de bacterias de su propia especie y la de otras. Este
"conocimiento" le ayuda entonces a "tomar decisiones" en
conceso con sus hermanas (Miller y Bassler, 2001).
Este tipo de
comunicación se observa en una gran variedad de especies bacterianas modernas
cuyos miembros exhiben comportamientos diferentes cuando están en relativo
aislamiento y cuando forman parte de un grupo. Debido a que la concentración de
autoinductor aumenta proporcionalmente a la concentración de bacterias, este
método les permite calcular la densidad poblacional. Algunos comportamientos se
producen sólo después de que la concentración supera un umbral. Al llegar a
este límite el comportamiento individualista cambia a uno sincrónico de grupo.
Algunos ejemplos de comportamiento síncrono son la bioluminiscencia, la
secreción de factores de virulencia, la formación de biofilms y la producción de ciertos pigmentos (Antunes y col, 2010;
Dickschat, 2010; Majumdar y col, 2012; Hornung y col, 2013).
La comunicación
química relativamente simple impulsa a la comunidad bacteriana a ejecutar un
comportamiento grupal coordinado, como si fuese un organismo por derecho
propio. La comunicación entre las bacterias nos da pistas sobre la manera en
que las células evolucionaron hasta formar organismos multicelulares. Sin
embargo, las bacterias nunca encontraron el camino hacia el verdadero organismo
multicelular, y el gran salto fue efectuado por las células eucariotas.
Desde el punto de
vista evolutivo, ¿Cuándo y por qué se convirtió la comunidad de organismos
unicelulares en un único organismo multicelular? Debo insistir en que un límite
preciso es difícil (si no imposible) de definir, pero la transición se pudo
efectuar esencialmente gracias a dos innovaciones: en primer lugar, el
surgimiento de las variantes genéticas que hicieron de las células organismos
propensos a unirse o ensamblarse unos con otros formando agregados cooperativos
(Ratcliff, 2012). En segundo lugar, la comunicación química intercelular en
eucariotas a través de una distancia permitió una organización estructural del
conjunto mediante diferencias de concentración, es decir, una célula produce
una substancia y las demás miden la cantidad. Entonces, de acuerdo a la
concentración de substancia, que será proporcional a su distancia de la célula
productora, cada célula adquiere una función determinada. Un mecanismo
organizacional similar se observa en el embrión humano (y de otras especies) en
desarrollo, así como en la formación de biofilms
(biopelículas) bacterianos mediante el censo de quórum anteriormente mencionado
(Nusslein-Volhard 1996; Gurdon y Bourillot, 2001; Fux y col, 2005).
El tipo más
popular de comunicación intercelular resultó ser mediante una molécula de
substancia “mensajera” llamada “ligando.” Este ligando, producido por una
célula, difunde a través de un espacio portando un mensaje hasta que finalmente
se une a una molécula llamada “receptor” que se encuentra en la superficie o en
el interior de otra célula (Figura 9). Entonces, la unión del ligando al
receptor produce una acción o respuesta en la segunda célula. El desarrollo de
una amplia variedad de ligandos químicos permitió la comunicación fluida a
distancia entre las células. De la misma manera que las invenciones útiles son
adoptadas rápidamente por los grupos humanos, la comunicación química tuvo que
haber sido adoptada rápidamente por los organismos unicelulares mediante
Transmisión Genética Horizontal y el mecanismo evolutivo. Por otra parte, la
mencionada comunicación química basada en la dualidad ligando/receptor continuó
siendo utilizada a lo largo de toda la evolución, incluyendo los autoinductores
previamente mencionados, las hormonas, los neurotransmisores, y los factores de
crecimiento y diferenciación en seres más complejos tales como las cucarachas o
los seres humanos, y en general en todo el espectro de la vida (para un ejemplo
revise la evolución de los receptores de esteroides en los seres humanos en:
Eick y Thornton, 2011).
Figura 9. Comunicación química
intercelular. La célula emisora (A) produce moléculas de ligando (1) que
difunden hasta alcanzar la célula diana o receptora (B). Un ligando se une a
una molécula receptora (2) como llave a su cerradura, lo que origina una
respuesta celular.
La comunicación
química fue uno de los factores que permitieron el salto de los organismos
unicelulares a la multicelularidad, pero también continuó siendo utilizado
entre los organismos multicelulares con el fin de comunicarse entre sí y con su
medio ambiente. Por ejemplo, algunas especies de insectos sociales tales como
las hormigas muestran un complejo comportamiento de grupo orquestado a través
de la comunicación química. Los seres humanos —además de una enorme diversidad
de especies— utilizamos la comunicación química con nuestro medio ambiente o
con otros seres humanos para detectar alimentos, sustancias nocivas, e incluso
el compañero o compañera sexual. Esta comunicación entre seres humanos —a un
nivel inconsciente— o entre hormigas mediante el olfato se lleva a cabo a
través de ligandos llamados “feromonas”. (Como ejemplo, Jacob y col., 2002
investigaron la relación entre ciertas variantes de los genes HLA, y la
atracción de los hombres hacia el olor de las mujeres).
Pero la
comunicación química tiene una limitante: La velocidad con la que una molécula
difunde desde una célula a otra no es muy rápida, y su rango de acción es
relativamente corto. Por lo tanto, un organismo multicelular que haga uso
únicamente de este tipo de comunicación entre sus células tiene un límite en su
potencial de crecimiento. La baja velocidad a la que las señales viajan entre
diferentes regiones del organismo por encima de un cierto tamaño hace que este
responda lentamente a las condiciones ambientales siempre cambiantes. Entonces,
la comunicación química por sí misma restringe el tamaño potencial que puede
alcanzar un organismo multicelular y por ende restringe en cierta medida la
evolución hacia un posterior aumento en complejidad.
Sin embargo de
nuevo la diversidad de la vida encontró una ruta, una nueva tecnología de
transporte que salvaba los inconvenientes de la comunicación química por simple
difusión. En algunos organismos ciertas células poco a poco se especializaron y
se transformaron hasta formar tubos o canales por los cuales circulaban las
substancias, lo que permitió un transporte más rápido de los mensajeros
químicos entre las células distantes, así como un intercambio mucho más
eficiente de nutrientes y de desechos entre las células interiores del
organismo y el medio ambiente externo. El surgimiento de los sistemas
vasculares permitió un aumento progresivo en el tamaño de los organismos
multicelulares (Wilkens, 1999). Pero este crecimiento en tamaño y complejidad
no pudo avanzar sustancialmente hasta que apareció la siguiente gran
innovación.
Algunos organismos
multicelulares comenzaron a experimentar ciertos cambios interesantes. Algunas
células se especializaron gradualmente en la conducción de impulsos eléctricos
viajando a lo largo de sus membranas por medio de los llamados “canales iónicos
regulados por voltaje” (Liebeskind y col, 2011; Widmark y col, 2011; Jensen y
col., 2012; Ueya y col, 2012). Con el tiempo, las células especializadas en la
conducción eléctrica crecieron en longitud entrando en contacto unas con otras
con el fin de transmitir señales entre regiones distantes del organismo
multicelular. La transmisión eléctrica entre células distantes permitió una
respuesta más rápida entre las distintas partes del organismo, así como ante
estímulos del medioambiente (Figura 10). Las células especializadas comenzaron
a formar redes de comunicación, originando los primeros sistemas nerviosos. Hoy
en día, podemos ver estos sistemas nerviosos primitivos en forma de redes o
sincitios en los celenterados, organismos radiales multicelulares entre los que
se encuentran las anémonas y las medusas. Estos son relativamente simples y
algunos de ellos de transición entre la comunidad de organismos unicelulares y
el verdadero organismo multicelular —de naturaleza animal—, también llamado
metazoo (la hidra es un excelente ejemplo) (Petersen, 1990; Syed y Scherwater,
1997).
Figura 10. Usualmente, la transmisión
de señales en los sistemas nerviosos es mixta, utilizándose tanto la conducción
eléctrica como la química. A. Se origina una señal en una célula nerviosa que
luego viaja a lo largo de ella en forma de impulso eléctrico. B. Al llegar al
terminal la corriente provoca la liberación de un ligando llamado neurotransmisor.
La unión del neurotransmisor a sus receptores en la segunda neurona, hace que
se reanude el viaje de la señal en forma de impulso eléctrico (C). La
comunicación química entre neuronas recibe el nombre de sinapsis. La conducción
eléctrica le proporciona velocidad a la señal, mientras que la química le
confiere la capacidad de ser finamente regulada.
Los animales
multicelulares o metazoos aparecieron en nuestra Tierra hace unos 540 millones
(540,000,000) de años, durante la llamada explosión cámbrica. Los más
primitivos encontrados en el registro fósil corresponden al comienzo del
período Cámbrico. Entre las causas probables de esta explosión de vida se
encuentran el gran aumento en la concentración de oxígeno atmosférico acelerado
por la proliferación de la vida vegetal, el surgimiento de un grupo de genes
del desarrollo (llamados HOX), el cambio drástico del clima, la fuerte
competencia por los nichos ecológicos, y el surgimiento de la proteína colágeno
(Stanley, 1973; Hsu y col, 1985; Tucker, 1992; Knoll y Carroll, 1999). Sin
embargo, las innovaciones en la comunicación intercelular a distancia debieron
tener un papel preponderante.
En algunas
especies, las redes neurales difusas como se ven en los celenterados fueron
transformándose progresivamente en condensaciones más centralizadas capaces de
procesar la información. Los helmintos (gusanos) son un buen ejemplo. Algunas
especies de platelmintos (gusanos planos) tienen sistemas nerviosos compuestos
por un cerebro primitivo en forma de anillo, y dos cordones unidos por
comisuras. En general, los primeros sistemas nerviosos centrales formados por
cordones nerviosos aparecieron por primera vez en cordados inferiores. Estos
cordones persistieron a lo largo de la evolución en los cordados superiores,
constituyendo las médulas espinales (Reuter y Gustafsson, 1995).
La aparición de
centros neurales densos no solo permitió la formación de la circuitería
necesaria para el procesamiento básico de la información, sino también condujo
a la aparición de células especializadas en la detección de las condiciones
ambientales a través de la estimulación por luz, sonido o gravedad. Aparecieron
los primeros órganos de los sentidos. Algunos tipos de ojos primitivos llamados
ocelos ni siquiera tuvieron necesidad de un centro de procesamiento de la
información. La larvas de zooplancton, por ejemplo, tienen células de detección
de luz que están directamente conectadas al aparato natatorio del animal, el
cual se limita a seguir la dirección de la fuente lumínica (Salvini-Plawen,
2008).
Poco a poco, los
cordones neuronales en cordados inferiores experimentaron condensaciones
subsecuentes originando los primeros sistemas nerviosos segmentados, que
contienen ganglios que controlan el flujo de información de cada segmento del
animal de una manera más compleja. Posteriormente estas estructuras
evolucionaron hasta la aparición de verdaderos cerebros, compartimentados para
gestionar el flujo de la información en varios niveles. Es probable que los
cerebros emergieran independientemente hasta cuatro veces en la evolución
(Glenn-Northcutt, 2012).
El desarrollo de
estructuras especializadas para la detección de luz, sonido, gravedad y
estímulos químicos permitió al reino animal desarrollar una mejor respuesta al
medio ambiente, y lo más importante, maneras cada vez más conspicuas de
comunicarse con los compañeros de especie. El florecimiento de una diversidad
de formas de comunicación entre los organismos biológicos cimentó las bases
para el próximo salto evolutivo, hacia el nivel de comunidades complejas de
organismos multicelulares.
Cabe señalar que
la aparición de un nuevo nivel de complejidad no implica la desaparición de los
niveles anteriores. A medida que un organismo evoluciona en complejidad, cada
nuevo nivel incorpora a los otros y, por tanto, los vertebrados superiores
muestran toda la gama evolutiva en un mismo individuo. Los sistemas digestivos
de los mamíferos (incluyéndonos), por ejemplo, tienen redes neurales autónomas
que se asemejan a las redes de los metazoos más simples. Estas sirven como
reguladoras de las funciones digestivas y mantienen, en cierta medida, al
tracto digestivo independiente del sistema nervioso (Gershon, 1981). Pero los
mamíferos también tienen en sus sistemas nerviosos condensaciones simples a
manera de cordones formando nervios; ganglios a lo largo de la médula espinal
que controlan en cierta medida cada segmento y que recuerdan los primeros
sistemas nerviosos segmentados, y varios centros de procesamiento central cuya
complejidad se correlaciona, caudal a rostral, al momento de su aparición en la
evolución. Estos centros se extienden desde la médula espinal hasta la corteza
cerebral, pasando por las estructuras del tallo encefálico (Glenn-Northcutt,
2012).
Debo decir que
esta sección del libro no pretende ser una revisión exhaustiva de la filogenia
y evolución de los sistemas nerviosos. Su principal objetivo es hacer hincapié
en la forma en que los avances en las comunicaciones y las relaciones entre los
elementos de una población, ya sea de moléculas, células, individuos o
comunidades de individuos multicelulares, permite un crecimiento ulterior en
tamaño y complejidad. En el reino animal las comunidades más complejas son las
de los insectos sociales como las hormigas y las abejas, muchas de las cuales
presentan una estructura social complejísima que incluye una fina división del
trabajo. Tomemos como ejemplo a las hormigas. La comunicación entre los
elementos (hormigas) en la colonia es principalmente de cuatro tipos: química,
táctil, visual y auditiva. Todas las funciones dentro del hormiguero se regulan
finamente por medio de estos cuatro tipos de señales.
La resolución de
problemas por medio de una conducta coordinada en las hormigas u otros insectos
sociales tales como las abejas se ha denominado “inteligencia colectiva.” Este
tipo de inteligencia es una propiedad emergente de un sistema compuesto por
muchos individuos, cada uno de los cuales sigue un pequeño conjunto de reglas.
La inteligencia colectiva hace que el sistema se comporte como si fuera una
unidad singular, inseparable. Para un ejemplo más amplio podemos citar el
tránsito de vehículos en una ciudad. Cada conductor sigue un pequeño número de
reglas básicas que esencialmente son, transitar por el carril que corresponde,
evitar la colisión con otros vehículos, y hacer parada cuando corresponde. Pero
en conjunto, cuando se ve desde una cierta altura, el tráfico parece cobrar
vida (Wolpert y Turner, 1999).
Yo sostengo que el
término “inteligencia colectiva” es tal vez excesivo para este tipo de sistemas
complejos relativamente "simples". Más bien sería, en el mejor de los
casos, una inteligencia primitiva, rudimentaria y en ciernes. Al comparar una
colonia de hormigas o tal vez un grupo humano antiguo con la filogenia de los
organismos multicelulares nos damos cuenta que las mismas limitaciones de los
primeros metazoos —como los celentéreos discutidos anteriormente— se aplican al
hormiguero o a la sociedad humana primitiva, pero en un nivel de complejidad
evolutiva más alta. Aunque muy bien estructurado, el comportamiento ordenado
entre individuos dentro de la colonia de hormigas es dictado principalmente por
medio de señales químicas, sistema lento que requiere de proximidad entre los participantes.
Los tipos de comunicación visual, auditiva y táctil también necesitan de una
relativa proximidad.
Las formas
primitivas y lentas de comunicación pueden actuar como factores de restricción
que impiden la evolución hacia mayor complejidad. A pesar de la existencia de
hormigueros gigantescos, el mantenimiento de su estructura se rige
principalmente por el contacto directo y gradientes químicos. Si decimos que
una medusa es inteligente, bueno, podríamos aplicar también el término a la
colonia de hormigas. No hace falta decir que la diferencia en inteligencia
entre un metazoo radial primitivo como una medusa y un mamífero superior como
un elefante, un delfín o un ser humano, es abismal. Del mismo modo, para
generar el salto de la inteligencia colectiva primitiva de la comunidad de
hormigas a la gran inteligencia comunitaria es necesario desarrollar métodos de
comunicación más rápidos que puedan actuar a mayores rangos de distancias. El
surgimiento de una verdadera gran inteligencia colectiva de una complejidad
superior no se ha verificado aun en nuestra Tierra, pero es probable que
encuentre el camino a través de la especie humana.
Nuestra especie
está estrechamente relacionada con los grandes simios: chimpancés, bonobos,
gorilas y orangutanes. Pero a diferencia de ellos, los humanos desarrollamos un
aparato vocal que permite realizar una amplia gama de combinaciones de sonidos
que confieren una capacidad de comunicación más fluida entre los miembros de
una población. Aunque existe una gran variedad de aves canoras y de mamíferos
marinos capaces de articular sonidos complejos con posibles connotaciones
culturales (Comins y Gentner, 2013; Cantor y Whitehead, 2013), esta es una
característica necesaria pero no suficiente para el desarrollo de un verdadero
lenguaje complejo. Por otra parte, los chimpancés poseen el nivel de
inteligencia necesario para la comprensión del lenguaje abstracto,
especialmente gestual. Sin embargo carecen de las estructuras necesarias para
la expresión de combinaciones más complejas de sonidos, aunque es posible que
el rudimento para la comprensión de los sonidos lingüísticos pudiera haber
estado ya presente en el ancestro común de los chimpancés y los seres humanos
(Taglialatela, 2011).
Pero nosotros los
seres humanos tenemos ambas cualidades plenamente desarrolladas: los mecanismos
de abstracción mental y el aparato vocal. El desarrollo de la capacidad de
fonación se atribuye a una variante de un gen llamado FOXP2 (Fisher y Scharf,
2009; Ayub y col., 2013), que codifica para un factor de transcripción que
regula la activación de alrededor de 100 genes más. El Homo neanderthalensis, una especie paralela a los humanos modernos
—y a la vez nuestros ancestros en una pequeña parte —que se originó en Europa
hace unos 230,000 años poseía la misma variante nuestra, por lo que los
investigadores creen que era capaz de comunicarse a través del habla (Kraus y
col., 2007). La aparición del lenguaje requiere del desarrollo de dos regiones
del cerebro: el área de Wernicke, que participa en la comprensión y se describe
como el centro del significado y de la estructura de los sonidos, y el área de
Broca, relacionada con la emisión y referida como el asiento de la gramática
(Fisher y Marcus, 2006). Incluso es posible que estas estructuras del lenguaje
ya hayan estado desarrolladas en el ancestro de los humanos, el Homo habilis, hace ya más de un millón
de años, como ha inferido Tobias (1991) a partir de estudios de moldes
construidos con cráneos fósiles que sugieren la existencia de un área de Broca
bien delimitada en esa especie.
La inteligencia
humana junto con nuestra capacidad para comprender y transformar nuestro
entorno se debe a muchos factores evolutivos actuando en concertación. La
marcha erguida permitió una mayor movilidad de las extremidades superiores que
a su vez permitió la elaboración y manipulación de herramientas; la visión
binocular estereoscópica fue determinante en las actividades relacionadas con
la caza, aumentado su eficiencia; y la disminución de la edad gestacional se
tradujo en niños prematuros con un período de aprendizaje mayor y volúmenes
cerebrales más grandes, un proceso llamado encefalización (Ciochon y Fleagle,
1987).
Todos los factores
mencionados han sido necesarios en la aparición de los seres humanos como
especie exitosa, sin embargo, es el lenguaje el que en gran medida permitió el
desarrollo de comunidades más grandes y complejas, esto, debido a la cohesión
que permite la comunicación mediante la transmisión de ideas y sentimientos
abstractos a los compañeros en una forma sencilla. Con la capacidad de
comunicar ideas, la caza fue más grande y exitosa. También permitió la
planificación anticipada de cada paso de la cacería. Nombrar cada una de las
variedades de frutas y raíces facilitó la obtención de alimentos, y la nueva
capacidad de compromiso social determinada por el lenguaje permitió la crianza
comunal de los niños por parte de las mujeres, con el consiguiente aumento en
la probabilidad de supervivencia de los jóvenes. La socialización a través del
habla contribuyó a ampliar las relaciones del grupo. Por otro lado, la palabra
hablada dio un gran impulso a la enculturación.
En sí misma la
cultura es una cualidad que no se limita a los seres humanos. Por ejemplo, la
existencia de un proceso de enculturación en chimpancés ha sido ampliamente
demostrada (Whiten, 2005). Los grupos de chimpancés que viven en diferentes
regiones adquieren habilidades propias de su grupo. Sin embargo, con el
desarrollo del lenguaje hablado la enculturación recibió un gran impulso al
permitir la clasificación de los elementos (sustantivos) y de las acciones
(verbos) aumentando el flujo de ideas. Por el contrario, la cultura de los
chimpancés es solo demostrativa. Con la aparición del lenguaje la vida experimentó
un nuevo gran salto. Como corredores en una carrera de relevos la tarea de
almacenar y transmitir información de una generación a la siguiente pasó del
dominio casi exclusivo de los genes a su equivalente en un nivel más alto, es
decir, los memes (Dawkins, 2006), elementos emergentes de la complejidad de los
cerebros humanos. Y como resultado una gran parte de la evolución de la materia
viva se trasladó a nuevas formas de evolución cultural, verbigracia la
tecnológica. Los genes humanos siguen evolucionando y adaptándose, pero los
memes son los principales responsables de la evolución hacia niveles más altos
de complejidad.
La historia nació
con la escritura, y con ella, comenzó una nueva era para la humanidad. La escritura
ha permitido el desarrollo y el mantenimiento de leyes, códigos y normas que
regulan y unifican a las sociedades, así como la recopilación de las ciencias y
las artes. En general, permite a todos los elementos de la cultura acumularse y
transmitirse con precisión de generación en generación. No es de extrañar que
la escritura se desarrollara junto con la agricultura y la ganadería, que
permitieron una rápida expansión de la población humana. Las primeras grandes
civilizaciones florecieron en las orillas de los ríos que se utilizaron como
fuentes de agua para el riego de cultivos, como la Mesopotamia (actual Irak)
entre el Éufrates y el Tigris, la civilización egipcia a orillas del Nilo, y la
civilización china a orillas del río Amarillo (Keightley y Barnard, 1983;
Daniels y Bright, 1996; Mitchell, 1999). Y con el sedentarismo comenzó la
evolución de la comunidad humana hacia el superorganismo.
Las poblaciones
humanas aumentaron en tamaño no solo gracias a la producción de alimentos sino
también a los avances en el transporte y las comunicaciones. El uso de animales
impulsó el transporte de bienes y las relaciones entre los individuos, que
entonces se pudieron comunicar a través de documentos portados por mensajeros a
caballo o camello: los primeros correos. Los animales se convirtieron en una
parte importante de las relaciones comerciales entre las naciones. Los burros
fueron utilizados ampliamente como animales de carga en Egipto desde el cuarto
milenio A.C., y en Etiopía desde 2270 A.C. Los registros históricos revelan el
empleo de camellos con fines militares desde el primer milenio A.C. (Knauf,
1983; Blench, 2000). En la Europa medieval, los emisarios a caballo
reemplazaron a los mensajeros a pie permitiendo una comunicación más rápida no
sólo dentro de la misma ciudad, sino entre ciudades (Small, 1990). El comercio
y la migración se vieron aumentados por la incorporación de estos animales, lo
que favoreció la cohesión de ciudades-estado para formar grandes imperios. El
mundo comenzó a acortarse.
La navegación
aumentó el rango de acción del ser humano. Gracias a ella pudimos poblar y
conquistar continentes y los lugares más remotos del planeta. Ya hace unos
50,000 años se utilizaron balsas de bambú en el proceso de poblamiento de las
islas del Sudeste del Pacífico (Horridge, 1995). Las migraciones terrestres y
marítimas desde Asia a través del estrecho de Bering hace más de 15,000 años
condujeron al poblamiento de Norte, Centro y Sudamérica (Reich y col., 2012).
El transporte marítimo permitió a los europeos del siglo 16 descubrir y
conquistar las Américas en lo que ha sido uno de los mayores choques culturales
en la historia (como ejemplo, algunos detalles sobre el exterminio de la
población indo-americana en Honduras se pueden encontrar en Newson, 1986). Sin
embargo, a pesar de que el mundo estaba más conectado las poblaciones aún
vivían en un relativo aislamiento. La revolución industrial de los siglos 18 y
19 daría lugar a una serie de inventos en el campo de la comunicación que
allanarían el camino para el siguiente gran salto: la comunidad global.
La revolución
industrial fue el descubrimiento de lo que la naturaleza sabía desde el
principio de la vida. En pocas palabras, que la especialización de los
individuos en una pequeña parte del proceso es más eficiente que todo el mundo
haciendo todo (Moore, 1959). Nacía la línea de producción, y con ella, la
economía de escalas. La cantidad de bienes producidos aumentó y el costo de su
producción disminuyó, y como consecuencia los precios bajaron. La disponibilidad
de bienes y servicios en los centros de producción en las ciudades pronto
condujo a un proceso de convergencia de las poblaciones provenientes de
pequeñas comunidades rurales autónomas. La humanidad comenzó a experimentar un
éxodo rural-urbano sin precedentes, fenómeno conocido como urbanización,
haciendo que muchas ciudades del mundo superaran el umbral de los 10 millones
de habitantes a lo largo del siglo 20 (Figura 11) (Kabisch y Haase, 2011; McCann
y Acs, 2011).
Figura 11. El incremento en la magnitud de las migraciones del campo a
la ciudad fue una de las características sobresalientes del siglo 20. Por
primera vez en la historia de la humanidad la mayoría de la población del mundo
se agrupó en los grandes centros de producción.
Inicialmente en el
mundo industrializado y luego en el resto del orbe, el transporte rápido
permitió una distribución más eficiente de los bienes y el traslado de los
trabajadores desde sus casas a los lugares de producción, gracias a la
invención de la máquina de vapor y del motor de combustión interna, impulsando
el desarrollo de las ciudades (Abrams y col, 2009; Jordán, 2011; Ogun, 2010).
Las urbes se convirtieron gradualmente en centros complejos de producción
caracterizados por poseer redes viales a lo largo de las cuales transitaban los
vehículos de alta velocidad impulsados por el petróleo. La complejidad se
acumulaba rápidamente en el nivel de la comunidad, que ahora era la gran
ciudad. La evolución de la metrópolis hacia el superorganismo humano estaba en
marcha.
Mientras tanto,
estos superorganismos en desarrollo se han acercado entre sí debido al
transporte de mercancías y personas a velocidades difíciles de imaginar hace
sólo unas pocas generaciones. Finalmente, el sueño dorado se cumplió y la humanidad
se aventuró en el aire. El transporte aéreo comenzó a acercar a las ciudades
entre sí convirtiéndose en uno de los factores que conducen al superorganismo
global. Su herencia, los vuelos interplanetarios, podrían permitir la futura
conquista y poblamiento de otros mundos, y por consiguiente el desarrollo de
comunidades de superorganismos globales (planetarios) unidos en una red de
transporte interplanetario. Cuando los hermanos Wilbur y Orville Wright se
lanzaron como águilas a las alturas desde las llanuras de Kitty Hawk, nunca
imaginaron que preparaban el terreno para cortar el cordón umbilical que nos
conecta con nuestro planeta. Recordemos que nuestro camino hacia la complejidad
comenzó en el interior de las estrellas, con la creación de los elementos
necesarios para la vida. Nuestra marcha hacia niveles de mayor complejidad nos
llevará de nuevo a ellas.
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