Iglesia y parque en La Labor, Ocotepeque |
Por: Edwin Francisco Herrera Paz. Hace unos días fui con mi esposa a una bonita y pintoresca ciudad en el Occidente de Honduras a arreglar los papeles de un carro. Cuando le pregunté a don Rafael, mi suegro que nos estaba esperando, la manera de llegar a la oficina donde se haría el trámite nos dijo: “Aquí en esta ciudad es difícil dar direcciones, pero voy a hacer el intento. Vénganse por la calle principal unas 10 cuadras. En la esquina, van a ver un chucho* dormido sobre la acera. Allí doblan a la derecha. Ojalá no se haya despertado el chucho”.
Afortunadamente el chucho se encontraba aun dormido y pudimos llegar al sitio. Aunque la manera de dar la dirección de la oficina me pareció atípica, esta parece ser aun la norma en muchas zonas rurales de Honduras. Para el caso, cuando pasamos unos días en el pueblo de mi esposa, solemos invitar a algún amigo para que nos acompañe. Cuando me preguntaban por la dirección yo les decía: “Van a llegar al desvío para San Marcos que está a la izquierda y tiene un rótulo grande. Sigan unos dos Kilómetros y a la derecha van a ver un burro que siempre está pastando. Avanzan unas dos cuadras y doblan a la izquierda”. Pero ya desde hace un par de años que no veo al burro y se me dificulta mucho orientar a mis amigos.
La Semana Santa recién pasada estuvimos en la casa de mis suegros, también ubicada en un bonito pueblo del Occidente del país. Una noche, debido a un accidente que provocó la caída de los tendidos, nos quedamos sin fluido eléctrico. Ante la falta de caja tonta (televisión) nos pusimos a contar nuestras experiencias personales en diversos asuntos. En eso surgió el tema de los encuentros con la policía de tránsito.
Cartuchos en El Portillo |
La primera en hablar fue mi esposa Delmy, quien cuenta con suficientes historias como para llenar tomos enteros a pesar de tener solo dos años de conducir. Bastarían las experiencias de Delmy tras el volante para amenizar interminables tertulias alrededor de una fogata, alternando sus cuentos de tránsito, que parecen salidos de un libro de fábulas, con leyendas de apariciones del más allá, como la sucia y el cadejo, que hacen las delicias de los niños.
Cuenta Delmy que todos los días solía pasar por el mismo lugar de nuestra ciudad San Pedro Sula camino al trabajo, ida y regreso y en algunas ocasiones, varias veces al día. En una esquina estaban siempre parados un par de policías que al verla, invariablemente, la paraban para pedirle los papeles.
Un día Delmy se cansó de la situación, o para decirlo con más propiedad, se hartó. Cuando el policía la paró ella le tiró una de esas miradas que le hicieron recordar al gendarme los castigos inhumanos perpetrados por su madre, como cuando le lanzaba su poderosa chancleta que, con una exactitud milimétrica, impactaba justamente en su región cervical dejándolo inhabilitado para correr y haciéndolo caer al suelo.
Bueno, debo confesar que lo de la chancleta y la niñez del policía fue algo que imaginé mientras Delmy contaba su historia, pero el caso es que el pobre hombre se sitió psicológicamente acorralado, y todo nervioso preguntó:
“¿Qué le pasa señora? ¿Por qué me queda viendo así? ¿Acaso le molesta que la detenga la autoridad?”
A lo cual Delmy respondió: “Pues ya que usted lo pregunta, fíjese que sí me molesta. Usted me detiene todos los días. ¿O acaso no me reconoce?”
“Señora, ¿y por qué la habría de reconocer?”, repreguntó el uniformado.
“Pues porque yo a ustedes ya los conozco bien. A veces cuando paso por aquí usted está leyendo el periódico sentado en aquella esquina. Casi siempre se desabotona la camisa y se rasca la panza. Su compañero, como a la una de la tarde, siempre se va a comprar un pollo en el establecimiento de esa otra esquina. Yo se la hora en la que comen, la hora en la que se van y todos sus demás movimientos. Si quisiera secuestrarlos sería fácil ya que paso por aquí varias veces al día y los tengo bien estudiados. ¿Y usted me dice que no me reconoce? ¿Cómo no me va a reconocer si yo soy la única vieja en San Pedro Sula con una gabacha manejando una camioneta morada? ¿No se acuerda cuando les atropelle uno de esos conos verdes a los que ustedes se refieren como ‘mi Coronel’?”
Parece que el policía no solo evocó el cono que Delmy les aplastó un día, sino que hizo un repaso completo de su niñez en segundos, porque según cuenta ella, al gendarme se le partió la voz, se le vidriaron los ojos y se le perdió la mirada, tras lo cual solo alcanzó a decir, “pase señora”. Nunca más volvieron a detener a Delmy en aquella esquina de la ciudad.
Delmy terminó con su “cuento que no es cuento”, y como a su hermana Nolvia (quien también es inmigrante del campo a la ciudad) no le gusta quedarse atrás, procedió a narrar el suyo propio.
Antes que nada y primero que todo déjenme describir a mi cuñada. Imagínese usted, si puede, a la más dulce de las mujeres, de voz fina, tierna y apacible, tranquila como las aguas de una sosegada y límpida bahía; toda una melcocha. ¿Ya lo tiene mentalizado? Pues bien, mi cuñadita es completa y absolutamente lo opuesto (aunque la quiero mucho, jejeje), pero cuando la detiene un policía no haya donde poner el dulce.
Relata Nolvia que se encontraba haciendo un alto en un semáforo en rojo, pero como es costumbre en mi ciudad San Pedro Sula, al no venir carro procedió a pasarse. No había recorrido diez metros cuando a su lado se colocó una motocicleta con un par de policías haciéndole señal de parada. Cuando ella volvió a ver por la ventana el corazón le dio un vuelco, diz que por que en Honduras ya no se sabe si se trata de policías policías o policías asaltantes, pero pienso yo que fue más por la autoconsciencia de la falta en la que acababa de incurrir.
Nolvia se paró, abrió la ventana y muy cortésmente procedió a saludar.
“¡Buenos días oficiales!”, dijo, conociendo el impacto anímico positivo que produciría en los interpelados el acenso de rango.
Iglesia en Santa Fe, Ocotepeque |
“Buenos días señora”, contestó uno de los funcionarios públicos. “¿Se dio cuenta de que se acaba de cruzar un semáforo en rojo?”
“¡Ay no, oficiales! Se los juro por Diosito y mi santa madre que no vi”, dijo Nolvia.
Desde luego, los policías estaban agazapados detrás de un rótulo y pudieron ver todo: a Nolvia haciendo el alto, viendo para un lado y para el otro y luego sigilosamente pasándose.
Una obvia sensación de escepticismo invadió al agente, quien acalorado por el intento de engaño dijo: “¿Cómo es posible que no haya visto? El semáforo es grande, y aunque la luz casi no se note por lo sucio que está (como casi todos los semáforos en San Pedro Sula) clarito vi yo que usted se detuvo, vio a los lados y luego cruzó cuando vio que no venía carro. ¿Es que usted cree que somos brutos? Le voy a hacer una esquela por quererse burlar de la autoridad.”
Y como a Nolvia nunca le han quitado la licencia y, según ella, nunca se la quitarán gracias a su variado repertorio de ardides “antidecomiso de licencia”, procedió a sacarse un as bajo la manga. “Ajá”, pensó con agilidad, “entonces me va a quitar la licencia por irrespeto a la policía y no por cruzarme el semáforo en rojo”.
Mora silvestre en El Portillo |
“Oficial”, dijo. “Yo no los he irrespetado. Yo sería incapaz de hacer eso. Solo soy una pobre madre soltera (eso es cierto, pero su única hija ya está felizmente casada) que no tiene quien vele por ella. Yo nunca he dicho que no vi el semáforo. Lo que no vi fue a ustedes. ¿Usted cree que si los hubiera visto me habría pasado el semáforo en rojo? Por favor no me quiten la licencia que jamás los he irrespetado. Es más, yo siento un profundo respeto por ustedes y su loable labor, señores oficiales”.
Al parecer el cuento surtió efecto y los policías la dejaron ir. Para cuando les cayera el veinte de que se trataba de un truco, Nolvia ya estaría muy lejos.
Como don Rafa es el mero mero manda más de la casa, no se podía quedar atrás en las historias con los de tránsito.
Contó don Rafael sobre una ocasión, hace muchísimo tiempo, cuando se encontraba trabajando con su ganado que consistía en un hato compuesto de vacas, toros y bueyes. Resulta que uno de los bueyes se apartó de la manada, dio un mal paso, tropezó y se fracturó una pata. Con mucha dificultad don Rafael, ayudado por un amigo, procedió a subir al buey a la parte trasera de su carro tipo pick up, y en seguida condujo hacia la ciudad más cercana en busca de un veterinario.
Cuenta don Rafa que iba conduciendo cuando de repente lo paró un policía que le pidió los papeles. “¿Por qué lleva un buey en la paila del carro?” Le preguntó. “¿No sabe usted que es prohibido?”
Monumento a la Guerra del Futbol en San Rafael de las Mataras |
Don Rafael le contestó: “pues fíjese que mi amigo y yo tratamos de meter al buey en la cabina pero no se pudo. Se tuvo que venir en la paila”. Al parecer el policía creyó esta historia y los dejó ir.
¡Increíble, digo yo! ¿Cómo le hacen? A mi apenas hace dos semanas me pararon por pasarme el semáforo en amarillo. Solo alcancé a decir “pe pe pero es que yo….” Cuando el policía ya me había hecho la esquela. En fin, que tengo mucho que aprender de mi familia política en sus relaciones con la autoridad de tránsito.
El resto de la semana la pasamos relajados y contentos. La bendita falta de energía eléctrica nos sacó de la casa y nos llevó a visitar recónditos y paradisíacos lugares del interior del país; sitios donde las más variadas clases de flores crecen silvestres, y la gente conserva los buenos modales de nuestros antepasados.
En fin, una apacible y fructífera estancia en nuestra pintoresca Honduras.
*En Honduras: Perro; can del sexo masculino; canino (no se confunda con “colmillo”, que es un can con nombre de diente propiedad de un vecino mío).
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