Por: Edwin Francisco Herrera Paz
Me encontraba oyendo una magnífica canción del afamado cantautor hondureño Guillermo Anderson en la que menciona una gran cantidad de comidas de diferentes regiones de nuestro país. Guillermo Anderson en su canción espera que aquel paquete de tortillas tostadas en comal, las pupusitas de lorocos, la flor de izote enhuevada en huevitos de amor y la bolsa de mantequilla escurrida de hacienda, todo preparado al estilo de doña Rosa y que le manda a la tía (doña Chencha Anderson) que llegó en la década de los 70 a los Iunaited Esteits después de salvarse del tren, el río y el desierto, pasen la aduana. Espera que la migra no ande con papadas y no le quite las cositas que tanto se añoran cuando uno se encuentra lejos del terroncito que lo vio nacer.
Restaurante hondureño en Baltimore |
Y es que en cuestiones culinarias hay gente mañosa y quisquillosa,
que no come la comida de otro sitio ni a arrastras. Los hondureños somos
requete quisquillosos con nuestros frijolitos rojos, y he conocido a más de una
persona que desperdició tremenda oportunidad de estudio o de trabajo en otros
lares por no despegarse de los tales frijoles. Recordé el último viaje de mi
hermano allende el Atlántico. Se fue con mi cuñada, mi mamá y otros Abogados a
sacar un curso a España. Su equipaje era liviano, pero llevaba una pequeña
maleta de mano a punto de estallar. A sus compañeros de viaje les extrañaba que
mi hermano se abstuviera de cenar, pero en lugar de adelgazar, cada día ganaba
más libras.
Fue hasta el último día que se dieron cuenta del
contenido del equipaje de mano de mi hermano: una gigantesca bolsa de frijoles
rojos fritos que saboreaba por las noches mientras los demás comían en algún
restaurante, a precio de un ojo de la cara (¿y es que acaso hay ojos en otro
sitio pues?), una rodajita de jamón serrano, o un par de gambas (especie de
camarones) crudas con limón, de esas a las que los españoles les dejan la
cabeza completita, y parece que lo están viendo a uno como diciendole: “noooo,
no me comas por favoooor”. La precisión matemática de mi hermano es increíble
pues racionó los frijoles para que le duraran hasta el día del regreso.
Bien, estas cosas recordaba mientras escuchaba la melodía
cuando me invadió una especie de coraje. Me pregunté del por qué en todos los
supermercados del mundo hay una estantería de comida china, coreana y japonesa,
pero hondureña ¡nones! Si ellos no pueden vivir sin sus sopas de nido de
golondrina, o sin sus tiritas de carne seca de Mus musculus*, nosotros no podemos vivir sin nuestros frijolitos
fritos con tortilla. ¡Eso es discriminación!
Mi mente entonces comenzó a cavilar sobre la mejor forma
de pasar aquellas suculencias por la aduana del inmenso país del norte sin que
los perros entrenados las detecten. Me decía a mi mismo: “mi mismo, si los
narcotraficantes pueden pasar cocaína, ¿por qué nosotros, ciudadanos luchadores
de la clase media, no podemos pasar un par de tamales, montucas, o de ayotes en
miel? ¿Cómo podremos ingeniarnos para que nuestros familiares puedan vivir el
momento de éxtasis efímero que significa probar la cocina con la que crecimos?”
Entonces, como yo soy muy recursivo, deductivo e
inventivo, en un momento de inspiración suprema como la que tuviera Neruda al
pensar en Morazán, se me ocurrió una forma de traficar con el atol chuco. Este es
un brebaje hecho de maíz crudo, y se le llama “chuco” (regionalismo hondureño
que significa sucio) porque es fermentado, pero en realidad no es tan chuco. La
manera de transportarlo (invento que pienso patentar) para que pase
desapercibido por los canes de la aduana se puede resumir en unos cuantos pasos
que enumero a continuación (con números romanos para más caché):
I. Se prepara el atol en la forma tradicional. Este es el
paso más sencillo.
II. Se empapan completamente unos cuantos calzones con el
atol. La cantidad de calzones dependerá de la cantidad de atol que se quiera
transportar, la cual será proporcional a la cantidad de familiares en los Iu Es Ei. No se recomiendan tangas,
biquinis ni esas prendas del tamaño de una curita, llamadas “hilos dentales”,
ya que la cantidad de atol absorbido estará dada en función del área total de
las prendas extendidas, y no al volumen de las prendas ya empacadas. Para dicho
fin los calzones de la abuela son ideales.
III. Se ponen las prendas a secar entre las 10 de la
mañana y las 4 de la tarde bajo el sol de San Pedro Sula. Antes, asegurarse que
no haya nubes de agua o el proyecto completo estará destinado al fracaso.
IV. Cuando estén bien secas (al punto de “tostadas” las prendas
deberán lucir como almidonadas) empáquelas, póngase a escuchar la canción de
Guillermo Anderson, y emprenda su viaje (aclaración obligada: NO SE LLEVE
PUESTOS LOS CALZONES porque lo meterán preso por Mula).
V. Una vez que llegue a su destino (a estas alturas sus
familiares estarán desesperados con la boca hecha agua por una tacita de atol)
pida una tina con agua caliente y meta en ella todos los calzones. Deje reposar
un rato, retuerza y exprima los calzones hasta la última gota y ¡taraaaaa! Ya
tiene una buena cantidad de atol chuco reconstituido que puede almacenar en
botellas.
Mmm naa, esos están muy chiquitos, abuelita |
Agradecimientos: el autor agradece a sus amigos del
Facebook por una útil discusión que llevó al invento aquí descrito.
*Mus musculus:
especie de ratón. Aunque a decir verdad en la China también son muy apetecidos el Mus mayori, el Mus vulcani, y todos los demás roedores miomorfos de la familia Muridae, los de otras familias, y en general todo lo que se mueve (y lo que no se mueve también).
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