Sentado frente a mi computadora observo un video de
una interesante charla impartida por el célebre astrofísico estadounidense Dr.
Neil de Grasse Tyson, conductor de la
afamada serie televisiva Cosmos, y por el biólogo inglés Dr. Richard Dawkins, uno
de los iconos de la biología evolutiva contemporánea, autor del éxito de
librería “El Gen Egoísta”. El tema era sobre la vida en la Tierra y la
posibilidad de vida e inteligencia en otros planetas. Tyson tiró una pregunta
esperando una explicación por parte de Dawkins: ¿Qué tan importante es la
inteligencia para la vida en nuestro planeta? La conclusión de estos dos
eminentes científicos es que no lo es tanto. El razonamiento lógico desplegado
fue que la importancia de un rasgo físico para el mantenimiento de la vida se
puede medir por el número de veces que dicho rasgo a aparecido en la evolución.
Así, caracteres como los ojos o la ecolocalización han aparecido varias veces
de manera independiente. Pero la inteligencia avanzada, aquella capaz de mandar
naves al “infinito y más allá”, hacia la exploración de nuevos mundos y el
cosmos en general, solo ha aparecido una vez. ¿Por qué? Pues porque no reviste
tanta importancia como esos otros rasgos y por lo tanto sería difícil de
encontrar en otros mundos.
Tengo que confesar que a pesar de la admiración que
siento por los expositores sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo. ¿Cómo es
posible que se lo hayan perdido? ¿Será cierto que no lo pueden ver? Las
conjeturas de estos dos eminentes científicos están equivocadas, y por mucho.
El motivo por el que la gran inteligencia no ha aparecido varias veces, es
sencillamente porque es necesaria una mayor cantidad de tiempo para que
estructuras tan complejas como los cerebros humanos puedan aparecer. No es
cuestión de importancia, sino de tiempo, y la evolución hacia la complejidad
requiere de mucho tiempo. Pero Tyson es un físico taimado, y de forma intuitiva
razonó que tal vez la gran distancia entre la inteligencia del chimpancé y de
los humanos modernos no sea más que una ilusión, y que en realidad la brecha
sea realmente pequeña. Ahora sí, ponerlo de una mejor manera, imposible. Y
eso porque no es la inteligencia por sí sola la que nos ha permitido escapar de
la esclavitud de la gravedad de nuestro planeta, sino una cualidad de un nivel
de complejidad superior: la capacidad de cooperación. Si bien es cierto que la
inteligencia individual juega un papel importante en este contexto, un factor
de mayor peso lo constituye la capacidad de formar conglomerados cooperativos
que surgieron gracias a adaptaciones evolutivas en la forma de comunicarnos y
relacionarnos, como el lenguaje y la empatía.
Para aclarar este punto volvamos al tema de las
naves espaciales. No existe ninguna persona en el mundo que entienda por
completo todos los intrincados aspectos técnicos que involucra la construcción
de una nave espacial y de su puesta en funcionamiento. Los científicos que
forman parte de un proyecto de este tipo se cuentan por miles, cada uno
realizando una pequeña fracción del trabajo. A su vez, cada uno de estos científicos
es el fruto de su cultura y sociedad. Cada uno de ellos es lo que es gracias a
su entorno social representado por miles de personas, incluyendo familiares que
proveyeron sustento desde la infancia, agricultores, manufactureros de ropa y
calzado, médicos que atendieron cada necesidad de salud, maestros que le
alimentaron con el sustento del saber, y muchos otros más que permitieron que
el científico se concentrase en aprender esa pequeña parte de su labor. Es esta danza de relaciones la encargada de
construir naves espaciales, y no algún ser humano en especial con todo y su
gran inteligencia. Son estas intrincadas conexiones formando redes de relaciones
las que nos permiten realizar proezas imposibles para los chimpancés. En
resumen, es la inteligencia colectiva, aquella almacenada en nuestra base de
datos cultural que se actualiza continuamente gracias a pequeñas aportaciones
individuales, la que determina la conquista de la tierra, la galaxia o el
universo, para bien o para mal.
La diferencia entre el chimpancé y el humano capaz
de remontarse al infinito está determinada, más que todo, por esos muy pequeños
cambios adaptativos encaminados a hacer de nuestra especie un organismo
eusocial.
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