Por: Edwin Francisco Herrera Paz
Los seres humanos somos criaturas diseñadas con
exquisitez y perfección. Cada detalle parece haber sido estudiado
minuciosamente para dar como resultado lo que somos. ¿O quizá no es así?
Pues definitivamente no es así. Aunque somos un
portento de funcionalidad, también estamos plagados de errores de diseño, y
esto sucede porque la evolución se basa en lo que ya existe para construir
nuevas estructuras que se adapten a los ambientes, y lo que ya existe tal vez
no sea lo óptimo.
¿No me cree? Le comprendo. Cuando usted ve a su
esposa o a su novia…. mmm no, mejor pondré otro ejemplo. Cuando usted observa una estrella de cine, como Megan Fox, le cuesta trabajo creer que lo que está
contemplando no sea obra de un arquitecto supremo que pensó en cada pequeña
curva, cada pliegue…. Usted pensará que ni siquiera el dedito pequeño del pie
está fuera de lugar. Pero déjeme decirle que se trata tan solo de una ilusión.
Su apreciación no es más que la necesidad que tienen sus genes de sobrevivir, y
para ello deberá creer, en su mente, que lo que contempla es perfecto. El
resultado es el deseo de apareamiento.
¿No lo convenzo todavía? Le doy toda la razón si no
cree el argumento de Megan Fox, porque a decir verdad, a veces ni yo mismo me
lo creo. ¡Tan imbuidos estamos en la ilusión impuesta por nuestra biología!
Pero entonces recurriré a los ejemplos específicos. De los que he pensado, uno
me parece sobresaliente.
¿Alguien me puede decir por qué razón en la vida
fuimos diseñados para que se nos hiciera virtualmente imposible rascarnos
determinado sitio de la espalda? Existe un punto ubicado entre las dos
escápulas (omóplatos) al que la mano no puede llegar, ni con un abordaje
superior elevando el brazo y pasándolo sobre el hombro, ni con uno inferior
realizando rotación interna y flexión del antebrazo y luego deslizándolo por la
espalda, flexionando con fuerza y estirando los dedos en toda su extensión….
Pero nada. Ni por arriba ni por abajo logra usted alcanzarlo. Mientras tanto el
prurito aumenta al punto del desespero.
Porque, no me diga que a usted no le ha pasado esto.
Sucede todo el tiempo, en los momentos menos indicados. Usted se encuentra en
un coctel diplomático con un plato de canapés en una mano, la copa de vino en
la otra y platica nimiedades con el Primer Secretario de la Embajada de
Lituania mientras pone cara de que está reparando el planeta Tierra. De repente
siente la picazoncita. Primero mueve los hombros disimuladamente para ver si se
quita, pero nada. Más bien la comezón va en in
crescendo, como si se tratara del “Bolero” de Ravel.
Pasados unos segundos, la sensación comienza a
hacerse más incómoda y en un intento de autocontrol, se le queda viendo
fijamente al diplomático y le comienzan a llorar los ojos. Ya no aguanta más,
pide permiso a su interlocutor, busca un lugar donde dejar el plato y la copa y
sale semi disparado pero disimulando hacia el baño, entra intempestivamente, y
a pesar de que la experiencia le ha enseñado una y otra vez que no se puede
alcanzar ese fugaz e inaccesible punto de la espalda, trata en vano por arriba
y luego por debajo, y al verse fracasado en el intento busca un poste, una
columna, una pared…. Cualquier cosa con tal de desahogarse. Por fin encuentra
el filo de una pared y procede a apoyar la espalda y a realizar movimientos
ascendentes y descendentes como si de un oso rascándose en un árbol se tratara,
y nota como la verdadera paz va retornando a su alma. ¡Cual glamour! ¡Cual
centro de la creación!
Resulta que las normas sociales no ayudan en nada a
la hora de paliar con esa imperfección de diseño que cargamos a cuestas. Si a
usted le pica el párpado derecho, por decir algo, se lleva su dedito
disimuladamente y ejecuta el rascado. ¿Pero la espalda? Si usted se encuentra
solo, no importa. Busca la herramienta adecuada, que puede ser una vara, un
lápiz, o si tiene suerte, una manito rascadora que se puede conseguir a un
precio módico en algún sitio donde vendan baratijas indispensables para el
diario vivir. Cuando está con su pareja, basta con decirle tiernamente, “¿Me
puedes rascar la espalda mi vida?” Y procede a darle las indicaciones como si
estuviera dirigiendo a alguien que estaciona su vehículo, hasta que encuentra
el punto exacto: “Más a la derecha…. No no no, un poquito más al centro…. Mas
abajito….. si si, si allí, allíiii, duro, más duro…. Aaaaaaaah que alivio”.
Muy diferente es la cosa en público. ¿Cómo busca usted
una vara o una pared para rascarse de manera disimulada? Imposible. Y esa, mi
querido amigo, es la prueba más fehaciente de nuestra imperfección. Porque
aunque le resulte difícil de creer, hasta a la Fox le ha picado la espalda
alguna vez en el set de filmación, no digamos a nosotros simples mortales
comunes y corrientes, a veces más corrientes que comunes o viceversa.
Si todavía no lo he convencido y sigue creyendo que
el Génesis I debe ser interpretado textualmente; que Dios nos moldeó del barro
y literalmente sopló aire de su aliento para darnos vida, piense de nuevo. Le
daré otro ejemplo y hasta allí lo dejaré.
Entonces sí, somos imperfectos. Se me antoja
muchísimo más verosímil y digno de nuestro Dios, la creación de un conjunto de
leyes que permitieran la actuación del mecanismo evolutivo para formar seres
pensantes como nosotros. Además, la evolución es eficiente y hace que nos
podamos adaptar continuamente a entornos cambiantes, y eso, con partes ya
existentes gracias a la evolución pasada, lo que sería imposible si hubiésemos
sido diseñados tal cual y ese diseño fuera inmutable.
Por ello si al terminar de leer este post le pica la
espalda, por favor no me culpe a mí. Es la evidencia de su imperfección y la
culpa es de la evolución.
Saludos.
Excelente!
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