Edwin Francisco Herrera Paz. ¿Se ha puesto usted a pensar que la mayoría de lo que creemos que nos pasa o lo que sucede a nuestro alrededor no es más que un juego de nuestra percepción? Algunas veces o a menudo nos sentimos frustrados, tristes, fracasados o desamparados ante las circunstancias cambiantes del caprichoso destino, los problemas nos parecen gigantes invencibles y el futuro se pinta obscuro; o nos vemos caminando sin pena ni gloria por un mundo manejado por gente exitosa, pero lo cierto es que gran parte de lo que sentimos y percibimos tiene un origen interno, en la manera en la que procesamos la información de las diferentes situaciones y de nuestro entorno.
Navegando por internet hace algún tiempo me encontré una página interesante y divertida de la cual tomé las caricaturas de graciosos monstruos que ilustran las monstruosas diferencias entre lo que percibimos (monstruos de la izquierda) y la realidad (monstruos de la derecha) y que muestro en este post. Puede encontrar las ilustraciones originales en http://www.viruscomix.com/page528.html.
Para comenzar, hay un dicho popular que reza: “la grama del patio del vecino siempre parece más verde que la del nuestro.” Eso usualmente sucede porque el ser humano nunca se muestra a sí mismo como realmente es ante sus congéneres. Nos revestimos de una interfaz destinada a impresionar a los demás y de esa manera consolidamos nuestra estima propia. Es decir, puede ser que su vecino haya comprado una grama más verde solo para impresionarlo a usted, pero que sea más debil y dificil de cuidar, por ejemplo. Pero entonces, se nos olvidan nuestras bendiciones y envidiamos al vecino porque se compró un carro último modelo, o quizá porque sacó algún rimbombante título universitario, o simplemente porque lo vemos pasearse por la calle con la elegancia y la solvencia de un pavorreal en celo.
Vemos artistas glamorosos desfilar por pasarelas rojas, políticos poderosos hablando ante los medios, o multimillonarios montando un espectáculo sobre su propia imagen, y entonces desearíamos ser como ellos, anhelamos su éxito, tratamos de emularnos y nos marcan las pautas de nuestro comportamiento por medio de las modas.
Lo cierto es que todos los seres humanos envejecemos de la misma forma, todos morimos algún día, a todos se nos ha negado ver nuestro destino, a todos se nos rompe el corazón alguna vez, todos compartimos dudas y temores similares y todos, absolutamente todos, llevamos incluido un mecanismo interno para sobreponernos y seguir adelante. La manera en la que observamos a los demás es solo cuestión de perspectiva.
A veces el miedo nos embarga. Tememos fallar, nos inmovilizamos ante la crítica y el temor al fracaso nos paraliza. ¡Cuántos sueños y proyectos han quedado a un lado por el sentimiento de incapacidad que a veces nos embargan! Mi querido pastor Roberto solía decir que los lugares más ricos de la tierra son los cementerios, porque allí están enterrados los mejores proyectos: los libros que no se escribieron, las empresas que no se fundaron, las ideas que nunca de desarrollaron. Tememos al ridículo porque creemos que las miradas están puestas en nosotros, y entonces preferimos no arriesgarnos a experimentar de nuevo el dolor del rechazo de nuestros congéneres.
En nuestros trabajos nos sentimos vigilados y asediados por nuestros jefes, y a menudo sus descuidadas palabras continúan resonando en nuestros susceptibles oídos por horas, días y hasta semanas. Nos sentimos escudriñados.
Muchas veces mostrarnos a los demás nos petrifica. Si debemos pararnos frente a un público nos paralizamos, nuestro corazón late a cien por minuto y nos ruborizamos. Algunos incluso piensan que es mejor morir a la posibilidad de hacer el ridículo en público.
Lo cierto es que creemos que los demás se fijan en nosotros mucho más de lo que en realidad lo hacen. No somos el centro del universo. Cuando usted habla en público más del 90% de las personas habrán olvidado lo que dijo más pronto de lo que usted cree. A su jefe se le olvidó el regaño al siguiente minuto y no, no está tan pendiente de lo que usted hace como usted se imagina. ¡Relájese! La gente no está esperando a que usted fracase para doblarse de la risa. Inicie ese proyecto, y si fracasa, inicie otro.
En resumen, nos creemos más vigilados de lo que en realidad estamos, pero no todos los ojos están siempre puestos en nosotros.
A menudo nos sentimos seres sin importancia. Pensamos que daría igual no haber nacido. ¿Qué diferencia podría hacer un ser humano común y corriente en una sociedad tan compleja? Vemos nuestro trabajo como superfluo y rutinario. Somos conscientes de que no somos necesarios, de que ninguna persona es necesaria, y muchos se encargan de recordárnoslo diariamente. Somos hormigas trabajando en un ciclo sin fin. Hormiga más hormiga menos, el hormiguero sigue funcionando igual. No importa lo que una hormiga haga o deje de hacer el hormiguero se mantendrá inmutable.
¿Para qué levantaré mi voz ante las injusticias en un mundo sordo? ¿Para qué he de esforzarme más de lo que necesito? ¿Para qué hablar si nadie me escucha?
La verdad es diferente. La vida es compleja, caótica y adaptativa. Las poblaciones viven y se desarrollan en condiciones de criticalidad, término utilizado por los expertos en sistemas complejos que aplicado a los seres humanos significa que vivimos “al filo de la navaja.” En estas condiciones, los diferentes aspectos del devenir de las sociedades humanas alternan períodos de estabilidad con períodos de desequilibrio, y bajo condiciones de desequilibrio una pequeña perturbación origina una reacción en cadena –algo que los físicos llaman “transición de fase–.”
Dicho en castellano sencillo, hay ocasiones en las que la acción de uno marca la diferencia. La capacidad potencial de una sola persona para cambiar el entorno se conoce en la cultura popular como “el poder de uno.” Le daré un ejemplo: en una sociedad en donde hay una injusticia manifiesta, o algo que no está bien, muchos esperan que se levante una voz, y esa voz se amplifica en la multitud inconforme como una reacción en cadena. Solo esperaban la chispa que encendiera la mecha. Y la buena noticia es que todos poseemos el potencial para cambiar la historia o influir en nuestro ambiente. Todos tenemos “el poder de uno.”
¿Sabía usted que a los seres humanos no nos gusta la soledad? Somos animales gregarios, y mucho más que nuestros primos cercanos los grandes simios antropomorfos. A diferencia de estos, nosotros formamos relaciones conyugales más o menos estables, y los fuertes vínculos formados con los familiares de la pareja han propiciado el crecimiento paulatino de las comunidades con la subsecuente estructuración formando aldeas y caseríos. Luego, las poblaciones se fusionan para formar grandes ciudades.
Definitivamente no nos gusta estar solos. Durante el siglo pasado la migración de las zonas rurales a las ciudades, fenómeno conocido como urbanización, determinó que la población mundial pasara de ser de mayoría rural a mayoría urbana. Pero al pasar del campo a la ciudad descubrimos que en esta última las relaciones se difuminan, se vuelven menos estables, más superficiales, y menos duraderas. El estrés de la ciudad nos agobia, nos abraza, nos envuelve, nos aumenta la presión arterial, nos causa ansiedad y depresión (no en balde los antidepresivos son de los medicamentos más vendidos en el mundo) y finalmente, nos sentimos más solos y aislados en la gran ciudad moderna que en aquellos cándidos días rurales.
Entonces, nos parece que estamos solos, clausurados, incomunicados. La buena noticia es que estamos rodeados por una gran cantidad de personas dispuestas a aceptar nuestra amistad y nuestra compañía. Así que anímese. Únase a grupos que comparten sus mismos intereses, dese tiempo para conocer personas, vaya a su iglesia local y conviértase en un miembro activo. Verá como su círculo de relaciones crece y comprenderá que en realidad no está solo.
Uno de los pasajes del Nuevo Testamento que más polémica causa es Romanos 8:28. Aquí, el Apóstol Pablo asegura que “todas las cosas nos vienen a bien.” ¿Cómo es posible que una desgracia nos venga a bien? La respuesta es que somos incapaces de ver el beneficio de cada cosa que nos pasa porque somos seres finitos en el espacio y en el tiempo, no podemos contemplar el panorama completo, siempre se nos escaparán detalles. Pensemos que aun los más grandes sufrimientos pueden traer beneficios, como el desarrollo de resiliencia, perseverancia y paciencia. Recuerde que hasta del limón más agrio se puede hacer una sabrosa limonada.
Pero es que los seres humanos somos así. Solemos sobreestimar nuestras calamidades y subestimar nuestras bendiciones. Si tenemos diez perlas y perdemos una nos enfocamos en la que perdimos y olvidamos lo dichosos que somos de conservar las otras nueve, y si nos va mal en un proyecto, olvidamos lo exitosos que somos al haber finalizado muchos otros.
La actitud correcta ante los inconvenientes de la vida debería ser siempre preguntarse qué de bueno se puede sacar de cada experiencia, y aunque no encontremos la respuesta deberemos comprender que, aunque no sea evidente, cada cosa tiene su puesto y finalidad en el universo. Recordemos que las calamidades e inconvenientes solo lo son en perspectiva.
Cuando todo parece oscuro. Cuando los negros nubarrones tapan por completo el cielo azul. Cuando estamos a punto de perder las esperanzas, cuando parece que el universo entero confabula contra nosotros, recordemos que la oscuridad no nos permite observar la salida, por muy cerca que se encuentre.
Para todo hay una solución. Y si usted insiste en que no la hay, recuerde que esta vida es como un sueño. Somos caminantes de paso por aquí, y como dijo el poeta, "todo pasa y todo queda, más lo nuestro es pasar, pasar haciendo camino, camino sobre el andar". Piense que algún día despertará, por lo tanto levántese y disfrute de la vista panorámica en este sueño que es la vida. ¡Hey, vamos… arriba, siga adelante!
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