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sábado, 4 de junio de 2011

El Elegido

Edwin Francisco Herrera Paz
Los rayos del ardiente sol se estrellaban contra su cara, algo arrugada, corrugada y curtida por el paso de los años y a fuerza de librar largas batallas con el luminoso astro. Subía la montaña, cabizbajo. No podía disimular el gesto de tristeza que se le dibujaba en el entrecejo, lo que despertó sospechas en el niño que lo acompañaba. A pesar del padecimiento interior en aquellos momentos, jamás se preguntó por el verdadero propósito de aquel viaje que marcaría el futuro de la humanidad. Sin duda Dios había hecho una buena elección.

Eran aquellos días bárbaros y violentos, tal y como los de ahora, pero atrás había quedado la angustia en la espera de ver cumplida la promesa. Lejos y atrás quedaron los días en la casa paterna de su tierra natal. Lejos y remotos parecían los momentos cuando el Señor, con voz audible y de manera personal le comunicaría una vez más su misión, escondida dentro de una promesa.

“Abram, ¿puedes contar?” El Señor Dios, que es omnisciente hacía preguntas para entrar en confianza con el interpelado.

“Si Señor”, respondió. “Soy pastor de ovejas. Los pastores contamos ovejas”.

“Entonces cuenta las estrellas del cielo.”

“Son muchas mi Señor. Demasiadas para contarlas”.

“Pues así será tu descendencia”, le aseguró el Señor.

Motivos para dudar había. Al momento de esta promesa Abram ya era un anciano, y su esposa estéril. Pero el Señor había hecho un buen trabajo. Había escogido bien entre la descendencia de Noé al más obediente, a uno digno de iniciar la tarea de redención de aquella humanidad perdida y caída. Sin duda había escogido bien. Contra toda posibilidad, Abram creyó.

La obediencia de ese hombre lo había hecho abandonar la comodidad de su hogar en la tierra de Ur de los Caldeos, donde transcurrían sus días dedicados a apacentar ovejas. Aquella tarde, mientras contemplaba el flujo tranquilo del Éufrates del mismo modo que de cuando en vez hacía, la potente y a la vez suave voz de Dios le había ordenado: “Abandona tu tierra y tu familia, que yo te daré una tierra nueva. De ti crearé una nación grande. Tu nombre engrandeceré y por ti serán benditas todas las familias de la tierra”.

El obediente Abram siguió las instrucciones partiendo, primero hacia Harán con toda su familia, y luego hacia Canaán, aun sin entender del todo la promesa. ¿Cómo podría un hombre sencillo ser el instrumento de bendición de todas las familias de la tierra? Sin duda los planes del Señor son inextricables. “Los planes del Señor son confusos, inentendibles”, pensaría Abram aquel caluroso día. “Pero a mí nada más me corresponde obedecer”. Entonces Abram fue hallado digno a los ojos del Señor, quien algún tiempo después le cambiaría el nombre por el de Abraham*.

Mientras subía la montaña todo cobraba sentido. Cada promesa del Señor se personificaba ahora en la humanidad de su hijo Isaac. Pero si la serie de eventos que le acontecieron hasta entonces cuadraban a la perfección con el cumplimiento de la promesa del Señor, esta nueva orden era en verdad desconcertante. Si el mismo Abraham acababa con la vida de su propio hijo, ¿Cómo surgiría a partir de él una gran nación?

Las ideas se apretujaban en la cabeza de Abraham. Sus pensamientos iban y venían como olas en un confuso sin sentido, mas su obediencia a Dios se mantenía incólume, incondicional. Todo estaba planeado. Encendería la hoguera, amarraría a su hijo, y con todo el dolor que un padre amoroso puede sentir hacia su unigénito, consumaría la acción del holocausto.

No pudo decir la verdad al niño. ¿Cómo decirle a aquel pequeño que su Dios protector le exigía acabar con la vida de su hijo? ¿De qué serviría? De cualquier manera todo pasaría pronto y cualquier intercambio verbal sería redundante. “Lo que Dios da, Dios quita”, articularía para sí mismo en una voz apenas audible.

“Papá, ¿Dónde está el cordero para el holocausto?” Preguntó Isaac.

“Dios proveerá hijo”, dijo tranquila y escuetamente Abram. Sin embargo en su interior el corazón se rompía en pedazos.

Una vez llegados al lugar designado Abraham procedió con paso cadencioso pero firme a preparar la hoguera para el holocausto, pero en el mismo instante de alzar el cuchillo, el Ángel de Dios lo redimió de aquél fatídico y cruel encargo enviando un cordero en substitución de su hijo.

De nuevo todo cuadraba a la perfección. Una pieza importante del rompecabezas había sido colocada. La obediencia de Abraham al ser llamado a sacrificar a su único hijo, lo hacía digno de ser el padre de multitudes que su nombre indicaba. Dios le concedería en recompensa ser el padre de aquella gran nación prometida. Pero más importante aún: Su obediencia dignificaba a la humanidad para que el mismísimo Dios pudiese enviar, a cambio, a su Unigénito a redimirla de la desobediencia original, y de esa manera, cada familia de la tierra pudiese creer y ser bendita.

El Señor Dios cuidó el desarrollo de su plan confiándolo a un grupo de hombres, una suerte de avatares tal vez guardianes encarnados en la figura del Profeta o el Nazir, que celosamente velarían generación tras generación que los eventos condujesen hacia aquella última y más importante pieza. Para cuando estuviese colocada, el cuadro estaría consumado.

Esta última pieza del rompecabeza se colocaría unos 2000 años después. La última claúsula del pacto de Dios fue cumplida en una cruz de madera donde el Unigénito del Señor fue sacrificado. Misteriosamente, para los miembros de la gran nación de Israel compuesta por los innumerables descendientes de Abraham, el cuadro continua incompleto, o más bien oculto.
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* Abram = Padre exaltado; Abraham = Padre de multitudes.

Ref. Génesis capítulos 11 al 22.

Continúa con: El Precursor

jueves, 2 de junio de 2011

El Precursor



José María Castillo Hidalgo


“¿Eres tú el Precursor de ti mismo?”

El hombre estaba en cuclillas en la cúspide de una loma mientras meditaba, y a ratos desvariaba y se dormía. Parecía que el aire seco y el resplandor ardiente iban hacer estallar las calcinadas piedras y que sus fragmentos terminarían incrustándose en su cabeza.

De repente, ese dolor milenario fundido en su ser y que era totalmente suyo y que se lo había ganado de tanto ayunar en el desierto, le hizo abrir un poco más las rendijas de los ojos y vio como rápidamente avanzaba hacia él, con el aguijón alzado y las pinzas abiertas, un alacrán negro y brillante casi del tamaño de un palmo.

Cerró los ojos. Allí adentro de su mente, donde normalmente solía encontrarse tan a gusto, la alimaña se convirtió en una voluptuosa mujer joven que mostrando su piel trigueña, danzaba eróticamente y le hacía un gesto disimulado con la lengua, el cual no llegaba a ser obsceno.

Cuando abrió los ojos otra vez, el arácnido venenoso estaba a su alcance, así que le hizo un amago con la mano izquierda y cerró la derecha y con reflejos de rayo, con el callo del dorso de su puño, le estrelló su propio aguijón contra la región corporal anterior, justo para que se desparramaran los ojos y el cerebro sobre los guijarros. Entonces tomó los restos y les succionó los jugos hirvientes que sintió se deslizaron instantáneamente al centro de sus huesos. Con la misma velocidad, se incorporó y comenzó a caminar a paso vivo y aunque nadie le escuchaba dijo con voz alta y clara:

“Claro que no”.

************

El tipo era impresionante. Alto y escuálido, vestido con pieles y ceñido con un fajón de cuero. A pesar de su relativa juventud tenía el rostro surcado por pliegues y la piel tostada gemía de manera olvidada, y cuando hablaba su voz grave producía un eco que parecía salir de debajo de las piedras o del fondo de las aguas del Jordán.

Jamás se había cortado la cabellera, por lo que cargaba un voluminoso bojote en la espalda. Tampoco había probado vino ni sidra, ni copulado ni por cerca, pues era un nazir de su pueblo, es decir, consagrado a Dios desde su nacimiento. Hijo de un evento extraordinario provenía directamente de la ancianidad, la cual le había insuflado un entendimiento que parecía sobrenatural.

Había vivido durante años en el desierto comiendo raíces, insectos y miel y masticando pensamientos solitarios. Tal como lo hacía ese día, bajaba periódicamente al río donde le esperaban masas ansiosas de oír su poderosa y magnética palabra, quienes le consideraban un Profeta del calibre de los grandes de antaño por lo que ya contaba con un grueso número de devotos seguidores, y de sus amonestaciones no se escapaban ni los ricos ni los poderosos. Instalado en las proximidades del río invitaba al arrepentimiento, a la confesión y al bautismo o lavatorio de pecados que permitía poner la cuenta en cero, y emerger limpios y puros y así prepararse a la inminente venida del Mesías.

Ese día vio que se aproximaban para ser bautizados una recua de religiosos encumbrados y desde la distancia, mientras le brotaban los ojos y las retorcidas raíces de un sicomoro invisible se crispaban en su cuello les increpó: “Raza de víboras, ¿Quién os ha advertido de la furia que se avecina? ¡Ja, vuestro entendimiento esta petrificado en la letra de la ley y en los ritos y tirasteis vuestros corazones de piedra al que había pecado menos que vosotros, la ablución es saludable pero es más importante que hagáis actos de justicia! ¡No digáis dentro de vosotros, tenemos a Abraham por padre y creáis que por eso estáis justificados, porque la esencia del pacto es espiritual y os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham aún de las piedras!”

La gente asombrada por su valor de amonestar a personajes como aquellos y hasta a los gobernantes, le preguntaba: “¿Eres tú Elías el Profeta, o acaso el Cristo?”

A lo que contestaba: “No, tan solo soy una voz que clama en el desierto. Después de mi viene Uno que es antes que yo, de quien NO merezco agacharme a desatarle el calzado, que a la verdad habrá de bautizar con fuego”. Sí, porque él como Precursor, vislumbraba con toda claridad que detrás de su sermón de caridad y entereza debía venir una doctrina y una manifestación superior que otorgaría la salvación al pueblo.

Ese día transcurrió entretenido. Por la tarde desfilaron hacia él una comitiva de hombres y mujeres tras su hermano (más bien primo), el obrero de Nazaret, quien venía no ya a escuchar su mensaje, sino que con toda la intención de bautizarse.

Lo detuvo diciéndole: “Un momento Señor, NO tan rápido”.

Las reglas dadas eran claras y explícitas. El bautismo era para la remisión de los pecados. ¿Acaso quien se aproximaba era un pecador o tenía en su pasado oscuro algunos pecadillos que necesitaba enjuagar? Su corazón de Profeta NO podía equivocarse, y tras aquella mirada límpida había un alma noble.

Así que continuó diciendo: “¡Mas bien tú tienes que bautizarme!”.

Pero la respuesta del Nazareno fue categórica: “Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia”.

Y sin necesidad de ulterior explicación procedió a bautizarlo, pero lo cierto es que en este caso específico, el bautismo iba a tener una dimensión totalmente diferente y que se puso de manifiesto en el sobrevuelo de un ave, en señal de aprobación y suma satisfacción desde arriba a la trascendental decisión que el Nazareno había tomado, pues esa era la inmersión y nacimiento simbólicos en el cumplimiento de su notable misión: Hacer asequible al género humano el Reino de los Cielos.

************

Mientras esperaba en su celda, Juan se solazaba pensando en cómo con gran pasión había preparado las sendas del que ahora hacía prédica de buenas noticias a los pobres y sanaba a los enfermos, tal como sus discípulos le informaron en su oportunidad, y cómo estas nuevas se esparcían rápidamente mientras su propia leyenda menguaba, tal como buenamente debía ser.

De repente junto a él se manifestaron dos cabros grandes, como los que a veces había visto en el desierto, y uno de ellos le dijo:

“Tenemos una sorpresa para ti, serás invitado a la fiesta del Jefe, y darás vueltas graciosamente en el centro de la pista de baile”.

A lo que él contestó: “Dale cero grande, no hay pena”.

Un tanto más allá, atravesando los muros de piedra, una chica hacía en el salón del palacio un baile de vientre que maravillaba y sus espasmos hacían aullar a la concurrencia que embriagada de emoción, vino y música, le aplaudían estruendosamente y le hacían jugosas ofertas.

Herodes Antipas, el idumeo, Tetrarca de Galilea y alineado con los romanos, como el más poderoso de los presentes NO podía quedarse atrás y le dijo: “Pídeme lo que quieras, la mitad del reino si quieres y te lo concederé”.

Su madre de ella, para sacarse el clavo de las reprensiones públicas que por sus desmanes le había hecho el Baptizador, le dio un fino consejo: “Pide la cabeza de Juan en una bandeja y verás cómo se anima hasta el delirio la fiesta”.

Al oír tal petición el oferente idumeo quiso recular, ya que con todo, respetaba al Bautista. Pero no pudo hacerlo por chirriantes escrúpulos, ya que la oferta la había hecho frente a toda la concurrencia.

Cuando los soldados se presentaron al calabozo y llamaron a Juan por su nombre, él les contestó: “¿Por qué se tardaron tanto?”.

Así la hermosa Salomé terminó su baile con la mano alzada en la pista, mostrando la cabeza del último y más grande Profeta judío de todos los tiempos, mientras Herodías, su madre, se carcajeaba complacida.

De allí hasta el sol de hoy, Israel NO volvió a tener quien la reprendiera en justicia, y su conexión cercana con lo celestial y sus introspecciones, que de tanto en tanto se manifestaban en sus santos, se evaporaron para siempre atravesados por los rayos astrales, y en lo sucesivo muchas piedras calcinadas tomaron forma humana y se sumaron a los pactos que con el Omnipotente antiguamente suscribieron los patriarcas trashumantes.

Lc: 3, 1-22
Mt: 3, 1-17
Jn: 1, 19-34
Ms: 1, 1-11
Lc: 7, 18-35
Lc: 9, 7-9


Roatán, Junio 01, 2011.   

JOSÉ MARÍA CASTILLO HIDALGO


Lea también:
1) LA SED Y LAS TEORIAS DE EINSTEIN
2) La Verdad